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Pancarta de protesta. Tomada del blog de Humberto Robles.

Somos precarios: Otras trampas de la precarización

Columna 17.02.2020

Brenda Caro Cocotle

Brenda Caro reflexiona sobre las políticas económicas que posibilitan la precarización de distintos sectores laborales, entre ellos el de la cultura.

La problemática laboral del sector cultural ha tenido como punta de mira la precarización, retomado ya sea desde el punto de vista de la experiencia directa o como tema y objeto de la crítica, la producción o la curaduría. El término se ha instalado como norma, síntoma, signo y reclamo, que marca una especie de exclusividad: somos nosotros, este sector que opera dentro de los esquemas institucionales del arte y la cultura y dentro de un mercado específico, precarios.

Sí, la precarización existe y calificar los reclamos por condiciones de trabajo justas y pagos a tiempo como «la pérdida de privilegios de una élite» es pecar de necio. Sin embargo, la última crisis de inconsistencia y falta de remuneración por parte de la Secretaría de Cultura Federal —tanto a nivel federal como en vinculación con instituciones de cultura de los estados— y la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, perfila una serie de puntos ciegos que resultan preocupantes. Dicho de otro modo: el riesgo de pretender que lo «precario» nos es exclusivo puede llevar a la incorporación de figuras y condiciones que exacerben los peores efectos de determinadas políticas públicas neoliberales, corporativistas o de viejo cuño priista, así como de vicios e inercias heredados de administraciones anteriores.

Partamos de una premisa: la producción artística y las actividades y sistema de valores que organizan los esquemas institucionales de gestión artística, del mercado del arte y de la denominada economía de la cultura, están signadas por el tipo de «objeto» que las desencadena y organiza. El espacio es breve —y mi capacidad crítica, menor— para entrar en el justo análisis de la producción de valor del arte y del surgimiento e incorporación de otras categorías, que vuelven lo artístico —de la obra, del creador, del gestor, del funcionario cultural— objeto de relación económica (una disculpa por ello). Baste decir que, junto a la obra de arte, se alinea el bien cultural y el servicio cultural y, junto al artista, el creador, el creativo, el gestor y el asesor y la propiedad intelectual.

Así, el trabajo cultural tiene condicionantes únicas, distintas a las de cualquier otro sector, cuyo desconocimiento y reconocimiento, han generado las condiciones de precarización actual. Esas condicionantes, se reclama, son las que han hecho que se niegue a los profesionales del sector una serie de derechos que otros trabajadores sí tiene (en teoría): devengar un salario mínimo, seguridad social, pensión/afore, aguinaldo, contrato colectivo de trabajo, prestaciones sindicales.

De ahí se entiende que uno de los puntos que se busca impulsar tanto en las mesas de trabajo acordadas con las autoridades de la Secretaría de Cultura de la CDMX como en los compromisos derivados de la muy dilatada reunión con la secretaria de cultura, Alejandra Frausto, y los artistas agrupados bajo el lema «No vivimos del aplauso», es consignar en el artículo 4 de la Constitución mexicana, en la Ley de Cultura y su reglamento la figura de «creador, artista y trabajador de la cultura como sujeto de derechos», bajo el entendido que ello permitirá ese reconocimiento laboral, especificidades incluidas.

El asunto es engañoso. El problema de la falta de pagos tiene más de una arista. ¿En verdad deriva de que los artistas no son objeto de derechos? En tanto ciudadanos, se sea profesional del arte o no, uno es sujeto de los derechos consignados por la Constitución. Nada, por ley, impide de manera abstracta que el profesional de la cultura y el artista que los ejerza. ¿Cuál es el sentido de recalcar una diferencia que en la práctica no representará absolutamente nada?

Se me dirá, con justeza, que los marcos regulatorios que permiten el acceso a una serie de prestaciones sociales, así como los que definen las obligaciones y esquemas fiscales y laborales, son insuficientes ante la naturaleza característica de la producción artística y cultural. Cierto, pero las condiciones que han generado la situación de precarización actual no son exclusivas del gremio.

La diferenciación entre creador, artista y trabajador de la cultura como diferencia introduce, en última instancia, los aspectos más álgidos de la economía naranja. Es decir, el valor de los procesos culturales radicaría en la especulación sobre su identificación como productos creativos, empresas y/o como bienes y servicios, sobre los cuales se tiene derechos de propiedad. El artista, creador, gestor, se asume como un colaborador o empresario de sí valorado o bien por su pericia o bien por su experticia (sus ideas). Pero eso solo puede ser posible siempre y cuando se haga mediante esquemas que redefinan la relación del sujeto con el trabajo.

La diferenciación también podría llevarnos a obviar que el problema es sistémico: el deterioro del modelo del estado de bienestar, las prácticas corporativas y desregulación capitales, la aplicación de políticas públicas de corte neoliberal y el capitalismo cognitivo han impactado las relaciones y la organización del trabajo, en general. «No vivimos por amor al arte», «ama lo que haces», «sé tu propio jefe», «conviértete en un emprendedor», «el freelance es dueño de su tiempo», son simplemente caras de un mismo cristal que nos corta la respiración.

Los pasos dados por los artistas del «No vivimos del aplauso» son importantes. De hecho, hay que reconocer su empuje, mismo del que carecemos muchos otros. Sin embargo, vale tener presente que el terreno sobre el que se debe trabajar con las respectivas instancias de la administración pública es laboral en sustancia. Bajo estas consideraciones, antes que incluir una figura de diferencia, la demanda por hacer es la revisión de los tipos y regímenes contractuales vigentes, derivados de las reformas realizadas en sexenios anteriores, que instauraron condiciones de outsourcing no regulado y de facto —capítulo 3000, prestación por honorarios, colaborador—, las cuales NO SON PRIVATIVAS del sector cultural, sino que definen el mercado laboral en México. Es un asunto, ahora sí, transversal —debe involucrar por lo menos a la Secretaría del Trabajo y a la de Hacienda— como tanto le gusta decir a la señora Frausto.

Reconozco he escrito este texto con temor. No pretende deslegitimar ni negar la incertidumbre económica en la que están inmersos los artistas y profesionales de la cultura, tampoco abogar por la inacción y perpetuar un estado de cosas existente desde el sexenio calderonista y no exclusivo de la 4T, ni esgrimir una defensa de las autoridades culturales actuales y su impericia. Al contrario, es imperante seguir haciendo evidente que algo no funciona. Pero no funciona para la mayoría. Los precarios no solo somos nosotros; tampoco somos precarios porque nos dediquemos a la cultura. Estamos sumidos en una precariedad sistémica, que no respeta profesiones ni sabe de exclusividades. Y si no que se lo diga aquel que lo contratan cada tres meses para no generar antigüedad o bajo contratos de prueba, o el que trabaja por comisión o ese otro que sabe que jamás habrá una plaza de base y que también se preguntan cómo van a pagar la renta, la despensa, la tarjeta sobregirada, la escuela de los niños y el gas que ya se acaba.

Nota final: Debo mucho de estas reflexiones a un brillante ensayo de próxima publicación de Pilar Villela, el cual profundiza sobre el trabajo, la subjetividad neoliberal y las formas de organización de los artistas.

 

Brenda Caro Cocotle

Es licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas, maestra en Museos y Doctora en Museum Studies por la Universidad de Leicester.

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