Opinión: La pertinencia del melodrama
Género didáctico indispensable en las sociedades disciplinarias y moralistas de los siglos XIX y XX, el melodrama persiste con pertinencia como un asidero a una nostalgia falaz de la inocencia perdida y, al mismo tiempo, como una retórica conocida para enfrentarnos a la entronización del cinismo como máxima expresión de triunfo de la actual sociedad de consumo.
Subproducto del romanticismo, el melodrama pregona la supremacía del sentimiento y de la bondad inmanente sobre cualquier atisbo de razón o, incluso, de sentido común. Esta simplificación es la clave de su éxito; sobre todo en épocas inciertas, de transición. Los espectadores que se emocionaron hasta las lágrimas con las vicisitudes de Lillian Gish en Capullos rotos (1919) guardan similitudes interesantes con los que lloraron con la muerte del Torito en Ustedes los ricos (1947) o con los que abarrotaron los multiplex para ver No se aceptan devoluciones (2013).
A la par de la reiteración acrítica de la fórmula, la intertextualidad y la lectura camp son elementos indisolubles al melodrama de la posmodernidad. Su manifiesto puede encontrarse en un melodrama menor de uno de los maestros contemporáneos del género. La construcción dramática de Carne trémula, de Pedro Almodóvar se sostiene en el diálogo con Ensayo de un crimen, melodrama producto de la larga tradición fílmica mexicana, a través de la reinterpretación maliciosa que del género hizo Luis Buñuel en los años 40 y 50 del siglo pasado.
Si el melodrama clásico seduce a su público sugiriendo —y luego, para alivio de las buenas conciencias, castigando— el «pecado» (sexual, preferente pero no exclusivamente), el cinismo posmoderno describe con gráfica y a veces inspirada descripción el momento pecaminoso, concentrándose luego en la exaltación de los conflictos éticos y morales derivados.
Carne trémula hace del coito un momento de orgioso acercamiento a las carnes sublimes y, efectivamente, trémulas de placer. Gozosa manifestación de lo sugerido —lo imaginado— por esa escena textualmente referida de Ensayo de un crimen: «el pequeño Archibaldo de la Cruz mira a su nana acercarse curiosa a una ventana tras escuchar un tiroteo, al asomarse, una bala perdida la hiere de muerte; el niño contempla fascinado el cadáver que, impúdico, muestra parte del muslo y del liguero que porta».
Pretexto moralizante para solazarse en lo prohibido, el melodrama carga con su vocación popular, que hace del cliché sentimental su detonante narrativo, en búsqueda de la identificación con el espectador. La revaloración camp hace de los melodramas clásicos las exasperadas muestras de una época encorsetada y transgredida por códigos sutiles como una ceja enarcada, una mueca superlativa, un quiebre de cadera o la forma de succionar un cigarrillo. Es, por supuesto, el deliberado anacronismo de Gloria Swanson luciendo con desparpajo su estilo de cine mudo en El ocaso de una vida.
Lo mejor del melodrama contemporáneo dialoga con lo camp en su búsqueda transgresora. El cine de Almodóvar (La flor de mi secreto, Todo sobre mi madre, Volver), de François Ozon (8 mujeres, Swimming pool, Joven y bella) o, más recientemente, de Xavier Dolan (Tom en el granero) hace de las pulsiones sexuales los detonantes de sus historias, expuestas con intensidad y truculencia, a veces contenida y otras veces épica. La inminencia de sus quiebres argumentales —desde el inicio de la cinta sabes que detrás de esa sonrisa angelical no se encontrará el amor verdadero, u cualquier otro de sus lugares comunes— tienen una función catequista: mostrar los mecanismos con que funciona un mundo incierto, sin límites definidos, donde ya no hay más lugar para la inocencia.
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[19 de agosto de 2014]
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