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Still de Funny Games, de Michael Haneke, 1997. Tomada de YouTube.

Las películas más transgresoras del cine de hoy: 3 caminos y 9 obras

Lista 16.04.2020

Sergio Huidobro

Aclamadas o repudiadas, las películas que conforman este listado rompen códigos y, al mismo tiempo, expanden los caminos de la creación cinematográfica.

Transgresión

Lat: Transgredi (trans – el otro lado, la otra orilla; gredi – cruzar)

Oxford: del Fr. transgresser: acto que se contrapone a una ley, regla, código o precepto; ofensa.

Somos norma. Los límites nos definen a la vez que nos contienen; contención en su doble sentido: abarcar y reprimir. No hay civilización sin estatutos. El código, moral, penal, en suma, comunitario, quizá sea la medida más visible de la Historia. Su contraparte, igual de persistente, es la transgresión de los códigos.

Según esa cita manoseada de Harry Lime (Orson Welles, en El tercer hombre), en 30 años de la Italia de los Borgia, todos los límites se transgredieron, y el resultado fueron Leonardo, la Sixtina y el Renacimiento; en Suiza, en 500 años de consensos y Estado de derecho, el saldo más visible fue el reloj cucú. ¿Es la transgresión una condición ineludible para la evolución de las formas, la estética o los discursos? Sin duda. ¿Es la transgresión la forma unívoca de progreso en las artes? Ahí acaban los consensos. En todo caso, transgredir implica, por definición, expandir las fronteras de la experiencia humana.

La aldea global de este siglo se va formando alrededor de tres modos de lo transgresor, frecuentemente ligados a la esfera de la imagen, la inmediatez y los discursos audiovisuales: por un lado, la reelaboración de la vida privada a través de la inmolación de la privacidad; por otro, el auge de los fundamentalismos de todo signo (políticos, neo religiosos, populistas, nacionales / xenófobos, de género).

Finalmente, el tercer modo se constituye por la reubicación de las imágenes en la esfera pública: el lugar que lo audiovisual ocupa en nuestra conciencia pública es radicalmente distinto al que ocupaba hace apenas dos décadas.

Si antes cada área de lo audiovisual limitaba su alcance a espacios físicos bien delimitados (las salas para adultos, el cineclub, la televisión estatal, la telesecundaria, etcétera), hoy los discursos de lo porno, lo educativo, la propaganda política, lo lúdico o la experimentación confluyen y se cruzan en los mismos soportes: la laptop, el teléfono inteligente, Netflix.

Derivado de esta confluencia y como nunca antes en la modernidad, encontramos momentos y espacios en donde conviven y se tocan transgresiones de signo radicalmente distinto: frente a la liberación y masificación acelerada de los discursos feministas, se erigen también nuevas formas de conservadurismo y censura, algunas construidas ya no desde las estructuras de poder, sino desde la misma opinión pública. Frente a la democratización inédita de lo audiovisual, se desarrollan circuitos renovados de fascismo corporativo en torno a la economía de la vida digital, de Twitter a Youtube, imperios con una hegemonía más sólida de la que podía soñar Wall Street hace 30 años.

Tres fuerzas motoras persisten a lo largo de todo el arte occidental: el placer (eros), la muerte (tanatos) y lo divino (ánima), y las tres han abierto nuevos caminos de expresión y discurso a través del cine del siglo presente.

Te proponemos nueve obras que proponen distintas formas de transgresión o de libertad ajenas al consenso. Podrán gustar o repudiarse, pero todas son cine que desde la imagen, la estética, el discurso, la moral o las formas de producción plantean debates en defensa del individuo como única medida de la creación, y transgreden las fronteras (líquidas, diría Zygmunt Bauman) de ese castillo de cristal que son nuestras certidumbres.

 

EROS

Elle, de Paul Verhoeven (Francia-Alemania-Bélgica, 2016)
Una mujer divorciada, con un puesto gerencial en una industria tan masculina como los juegos de video (Isabelle Huppert), es asaltada sexualmente en el piso de su comedor. Lejos de asumir los cercos y mecanismos de la víctima, se erige en vencedora: ha cumplido una fantasía. Conoce, reconoce al agresor. Ahí en donde el código público dicta la reparación de un daño, Michèlle, la protagonista, ejerce sobre el violador un poder inédito: sin palabras, lo invita a reincidir.

En Elle, la subversión de los códigos de la moral sexual son traspasados por la navaja de la sátira. Se trata de una vivisección mordaz y lúcida a las expectativas públicas del neofeminismo en torno a la victimización y la culpa. La cinta de Verhoeven, realizada en los márgenes de la industria y adaptada de una novela de Phillipe Dijan, es una comedia negra, viscosa y amarga que subvierte las nociones fáciles sobre la masculinidad tóxica o el empoderamiento, sin piedad, sin conclusiones, sin dejar títere con cabeza.

La casa de Jack (The House That Jack Built), de Lars Von Trier (Dinamarca-Francia-Alemania-Suecia, 2018)
Expulsado del Festival de Cannes por una inapropiado lapsus de humor negro acerca de Hitler, la prensa y el Estado de Israel, Lars Von Trier regresó al certamen francés ofreciendo una manzana envenenada que arroja una luz nueva sobre su trabajo anterior.

Conocido por escribir extraordinarios roles femeninos, puestos siempre en manos de actrices del mayor calibre que incluyen a Catherine Deneuve, Björk, Nicole Kidman, Charlotte Gainsbourg o Emily Watson, el danés volcó hacia una voz narrativa masculina (Matt Dillon, su primer protagonista hombre en casi 20 años) para indagar en la psicología del feminicidio o, más bien, de un asesino serial cuyas víctimas (casi todas mujeres, a quienes llama incidentes), bien pueden leerse como alegorías indirectas de las actrices que han trabajado con el cineasta.

Facturada con el fin evidente de provocar enojos, rechazos y repulsa, La casa de Jack elabora, sin embargo, un discurso de ideas (aceptables o no) que solo apelan a la transgresión como vehículo, no como fin ni como resultado. Una truculenta apología de la disidencia en tiempos de #MeToo.

 

TANATOS

Juegos sádicos (Funny Games), de Michael Haneke (Austria, 1997)
En el momento más lúgubre y radical de la obra maestra de Haneke, una de las víctimas del allanamiento doméstico aprovecha el descuido de sus captores para tomar un arma y disparar al pecho de uno de ellos. Por un momento, nuestras expectativas del orden ético del relato se ven cumplidas: hay catarsis. Estamos a salvo, del lado de los buenos.

En un rompimiento imprevisto de un relato que hasta ese momento es realista, el cómplice del caído se apodera de otra arma —un control remoto de televisión— para rebobinar lo que acabábamos de ver, salvar a su colega, castigar a la subversiva y restaurar la supremacía del mal.

Juegos sádicos transgrede las nociones habituales de identificación con los personajes y la construcción de motivaciones que den descanso moral al espectador: para hacer el mal, basta con hacerlo. Exploración cáustica y clínica de la perversión, pone en jaque las expectativas del espectador para mostrarle, una y otra vez, que nadie está a salvo, ni siquiera el que observa al otro lado de la pantalla.

Navajazo, de Ricardo Silva (México, 2014)
No es documental ni ficción. Para Ricardo Silva, el género en que se desenvuelve tiene un nombre más práctico: «costra abierta». Polémico por naturaleza, Navajazo es un mural del desamparo que tiene como guías a personajes ante los que uno, hipócrita como es, desviaría la mirada; por ello, la cámara de Silva ejerce la coerción incómoda de forzarnos a mirar. Todos viven en Tijuana, un espacio humano que por pura ósmosis emparentamos con la idea de frontera, límite y, por ende, transgresión.

Paradigma de la etnoficción en el cine mexicano reciente, Navajazo pone en jaque la función de la mirada documental sobre los sujetos que retrata: Silva se interna como cliente en los cuarteles de la prostitución fronteriza, mantiene la cámara rodando en medio de un picadero e incluso, quizá, financia la dosis de sus entrevistados para poder registrarla. ¿Somos los espectadores pasivos desde nuestra moral? ¿Son la pantalla, o la cámara, espacios que nos ponen a salvo de la inmundicia? Transgresor por vocación pura, Navajazo es un documento que cuartea certidumbres.

 

ÁNIMA

El legado del diablo (Hereditary), de Ari Aster (Estados Unidos, 2018)
Con la apariencia de un thriller de espanto y suspenso, El legado del diablo es un ejercicio que parte de un supuesto transgresor para los templos laicos del psicoanálisis, la psicología y las democracias occidentales: que el diablo existe.

Su firmeza es tal que, de un modo similar al de La bruja (2015), de Robert Eggers, despliega una mitología de la oscuridad que no apela a lo oculto, lo subterráneo o la ambigüedad, sino a la presencia factual del mal y de lo demoníaco en el mundo contemporáneo.

Resultado de un meticuloso proceso de investigación y aparente respeto por las tradiciones del paganismo, el guión escrito por el propio Aster es recreado en pantalla como una liturgia de símbolos y códigos que transgreden nuestra noción de la modernidad como un espacio intelectual dominado por la razón: si fuera así, ¿por qué prevalecen nuestros miedos primarios?

Jeanette: la infancia de Juana de Arco, de Bruno Dumont (Francia, 2017)
Como todo filósofo formado en la disección de los sistemas religiosos, el francés Bruno Dumont ha vuelto, en cada uno de sus nueve largometrajes, a la exploración simultánea del cuerpo —como territorio de lo sensorial, del placer o de la culpa— y a lo metafísico —como exploración del mal—.

Cuando estas inquietudes confluyen en Juana, el mito nacional de Francia que ha sido bandera de ocasión para la derecha y para la izquierda según convenga, la moneda queda en el aire.

Rodada en video digital, con un reducido equipo de producción y un guión que combina sonidos de metal progresivo con letras del poeta socialista y católico, Charles Peguy, Jeanette es un ejercicio nihilista que no busca agradar a nadie ni conciliar bandos. Jeanette fue estrenada en Cannes durante el primer auge del Frente Nacional de Marine Le Pen, pero su espíritu no es el de la militancia ni la oposición de ningún signo: lo suyo es el absurdo, la irreverencia, el feísmo.

Sergio Huidobro

(Ciudad de México, 1988) Es escritor y periodista. Comunicólogo y maestro en letras latinoamericanas, ambas por la UNAM. Ha sido seleccionado como miembro del jurado joven France 4 Revelation de la Semana de la Crítica del Festival de Cannes y de Berlinale Talents en 2014. Escribe en las revistas La Tempestad y Cine Premiere y es panelista en el programa Mi cine, tu cine de Once TV; ha colaborado también en prensa (Reforma) y radio en línea (Cine Garage). Recientemente fue incluido en Dos amantes furtivos: cine y teatro en México (2015) y coordinó el libro colectivo Pies en la tierra: crónicas de septiembre (2017), seleccionado por la revista Chilango como uno de las cuatro mejores iniciativas de la sociedad civil en 2017. Es tallerista de guión documental en el programa nacional Polos Audiovisuales, del IMCINE.

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