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Cortesía de Restauradoras de glitter.

«Le pido a las feministas […] que no nos pinten las puertas, las paredes»*: De zombis y monumentos

Columna invitada 12.03.2020

María Minera

A partir del estado de emergencia que viven las mujeres en México, María Minera reflexiona sobre las manifestaciones de los movimientos feministas y los monumentos.

Defender por encima de todo las piedras, los bronces, las columnas, las paredes, las puertas es un signo del profundo conservadurismo que suele distinguir a la clase política, incluida la que se dice transformadora, la que no se cansa de decir que los cambios vendrán de la mano de una revolución de las conciencias. No hay nada revolucionario en un pensamiento plomizo, detenido para siempre en el siglo XIX, que juzga más valiosos los trastos dejados en las calles por los diversos gobernantes a lo largo de los años que los reclamos urgentes y vitales de las y los que vivimos aquí. ¿No se dan cuenta de que los monumentos, por lo menos en esta ciudad, no son encarnaciones genuinas de la memoria colectiva, sino ocurrencias de funcionarios públicos, virreyes incluidos, que un día deciden, por ejemplo, conmemorar a Carlos IV con una estatua que representa al rey, que para el momento de su colocación en el Zócalo ya había sido derrocado, montado sobre un caballo que, detalle casi imperceptible, está a punto de pisar con la pata trasera derecha una aljaba, esto es, una caja para guardar flechas, valioso símbolo mexica. ¿Este es el patrimonio que hay que proteger a capa y espada, con gases lacrimógenos si es necesario?

Pero sigan defendiendo sus piedras, sus puertas, sus bronces; sigan mostrándonos ese rostro inconmovible y sus prioridades del mundo al revés; sigan amurallando los bienes culturales, para que nadie inscriba palabras, inaplazables, acuciantes, en ellos (eso que ustedes llaman rayonear); sigan pensando que su trabajo es correr a restaurar los monumentos, en lugar de atender las demandas más justas. Sigan en eso, que ya lograron lo que al parecer se proponían: hacernos sentir que ese patrimonio —literalmente, la herencia del padre— no nos pertenece. No nos representa. Ustedes, que aman las cosas inanimadas, han hecho de esas efigies, con las que convivimos a diario sin siquiera mirarlas, monumentos a su propia indiferencia, su impasibilidad. Ese afán de preferir la temperatura de los cuerpos fríos, petrificados, inertes a la calidez de las emociones y los afectos humanos, no les permite ver que los monumentos no son parte de la decoración urbana, como las esculturas cursis que les gusta poner a cada rato sobre Reforma. No, los monumentos deberían servir de algo, ya sea como auténticos memoriales —lo que ocurre con los antimonumentos—, o, llegado el caso, como grandes pizarrones en los que podemos dejarles mensajes que, tal vez si bajaran de su nube, podrían comprender.

En efecto, los monumentos, así lo indica la palabra misma, están hechos para recordar algo. La cosa es que es muy fácil que se nos olvide qué era eso que los monumentos querían que recordáramos. La mayoría de ellos, la verdad, hace bastante mal su trabajo –ese de crear y perpetuar ciertas narrativas culturales. Les recuerdo que los monumentos no hablan y, por tanto, no dicen mucho ni de sí mismos ni de nada, en realidad. Siempre es útil ponerse en el lugar de un extraterrestre caído en la Tierra, para intentar entender a los habitantes de este planeta, cuando se empeñan en defender ideas que, para la juiciosa mentalidad marciana, resultan de difícil lectura. Imaginemos entonces que aterrizamos azarosamente en el cruce de Reforma e Insurgentes y decidimos caminar por los alrededores, para formarnos una primera idea acerca de los usos y costumbres terrícolas. ¿Qué sobresale allí? Figuras gigantes, encaramadas en piedras, que se parecen a los humanos, solo que portan alas y penachos, lo cual despierta nuestra curiosidad alienígena, pero poco nos ayuda a dilucidar el objeto práctico de estas construcciones, que más bien tienden a lo alto y que pueblan rítmicamente los camellones de la ciudad. Un indio verde, un ángel, un muchacho que trae la tierra en una bolsa de tela, una mujer desnuda con un arco y una flecha, lo que parece ser el cascarón de un edificio colosal, un hombre de ojos rasgados, sentado frente a una mesa llena de papeles (sí, en esta ciudad hay un gran monumento Ho Chi Minh), perdón, pero parece chiste de «van en un avión…». O banda de punk. No sé. Pero volviendo a nuestra forma humana, la verdad es que ninguna de esas representaciones le dice mucho a nadie en la actualidad. No son más que moldes vacíos. No están jugando ningún papel radical en la vida cognitiva de esta ciudad, o este país. Lo lamento por los adoradores de estatuas, pero hay cosas que importan más estos días que las piedras.

Los monumentos no son materialmente valiosos y, por tanto, están hechos para tirarse, llegado el momento. Lo digo en serio: los monumentos no tienen cualidades artísticas, son aburridos, acartonados, perfectamente repetibles y, en ello, olvidables. Su valor no tiene qué ver con su forma o hechura. Encarnan ideas y por eso se ajustan a modelos supuestamente universales: hombre ilustre de pie, hombre ilustre a caballo, hombre ilustre retratado del pecho para arriba. Y solo cuando se trata de nociones abstractas —libertad, independencia, democracia—, se recurre a mujeres semidesnudas, de preferencia con alas. De hecho, da un poco igual cómo se los represente, mientras estén colocados sobre un pedestal elevado y tengan un aire heroico y solemne. Se cree que con eso basta para que pasen a la posteridad; se piensa, pues, que su sentido histórico está implícito y es eterno. Cuando, en realidad, la existencia y el significado de los monumentos depende enteramente de quienes estamos obligados a pasar a su lado cotidianamente. Porque no son como las obras de arte, que, muy ufanas, siguen con su vida tan tranquilas, más allá de lo que podamos decir o pensar acerca de ellas. Los monumentos solo se mantienen relativamente vivos mientras signifiquen algo para la sociedad; mientras cumplan cabalmente con su función de recordatorios. Y, claro, algunos de ellos tuvieron una razón de ser cuando se los erigió, y otros, incluso, pueden seguirla teniendo en el presente —para como están las cosas en el mundo, dudo que Gandhi, por ejemplo, pase de moda algún día. Pero la mayoría, me temo, no son más que un conjunto de zombis callejeros que han extendido demasiado su muerte en vida. Son loas a asuntos que han dejado de importar. Son piedras, y nada más. ¿Hay acaso una imagen más poderosa que una estatua derrumbada? Para eso están hechos los monumentos: para echarlos por tierra cuando no se los necesita más o, incluso, cuando lo que representan es ofensivo u opuesto a las creencias de una nueva etapa. Y cuando siguen levantados, pero ya no hacen más que hablar una lengua muerta, hay que apresurarse a reformular su sentido. O demolerlos.

El Ángel de la Independencia (que no es ángel, por cierto, sino victoria alada) hace mucho que, se volvió, gracias a su espaciosa y conveniente escalinata, un lugar al que se va, masivamente, cuando pasa algo: como que la selección mexicana nos hace el milagrito de ganar algún partido, por menor que sea. Y también es el alto obligado en toda marcha. Es, pues, un espacio de encuentros, no una conmemoración de nuestra Independencia, o no únicamente. Ya lo resignificamos, le cambiamos el giro.

Algunos monumentos son obras de arte, como El Guernica, de Picasso. Pero esto pasa rarísima vez en la historia. Así que en absoluto pueden usarse como sinónimos. No veo entonces por qué deberíamos tener con los monumentos los mismos cuidados y consideraciones que, sin lugar a duda, otorgamos al arte. Y perdonarán los grafiteros, pero las pintas dejadas, por ejemplo, en la puerta del Palacio Nacional, tampoco son simples grafitis. Lo que quiero decir es que no es arte urbano y mucho menos, como piensan los abogados de las piedras, vandalismo; es algo mucho más puntual y apremiante: escritura. Apresurada, furiosa, confusa a ratos, pero escritura. Reescritura, incluso diría, pues lo que se busca es darle la vuelta al discurso vigente que, entre otras cosas, considera que «es una cobardía agredir a una mujer», es decir, que es una falta moral que merecería, a lo sumo, un regaño, y no un delito que debe ser perseguido. Pero vuelvo al punto: lo que están haciendo las feministas en las marchas no es pintarle sus puertas al señor presidente, sino mandarle una carta, que él se niega a recibir. Y tampoco, tamaño confusión, se trata de un acto de violencia desmedida o irracional, como lo quieren hacer parecer. Ya basta de andar pidiendo que «ojalá [el derecho a la manifestación] se ejerza de manera pacífica». Es decir, mansa. Es decir, resignada. Si las autoridades parecen negarse a atender el problema —porque ni siquiera lo ven—, hay que ponérselos por escrito: ESTADO FEMINICIDA.

*Nota de la Redacción: Cita tomada de la versión estenográfica de la conferencia de prensa matutina del presidente | Lunes 17 de febrero de 2020. Consultado en www.gob.mx el 17 de febrero de 2020.

 

María Minera

Crítica e investigadora independiente. Desde 1998 ha publicado reseñas y ensayos en una diversidad de revistas culturales y medios como El País, Letras Libres, La Tempestad, Otra Parte y Saber Ver, entre otros). Actualmente trabaja en el libro Paseo por el arte moderno, una introducción al arte del siglo XX para jóvenes lectores (Turner).

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