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Nicolás Echevarría. Cortesía FIlminlatino.

El quehacer documental en México. Entrevista con Nicolás Echevarría

23.02.2018

Praxedis Razo

El cineasta nayarita Nicolás Echevarría se ha caracterizado por hacer filmes que buscan reconstruir la historia; un acercamiento sumamente personal al pasado de México y aquello que conforma nuestra identidad. Se ha especializado en el documental sobre el mundo indígena, de entre las que destacan Poetas Campesinos, Cabeza de Vaca y Eco de la montaña. En 2017 fue galardonado con el Premio Nacional de Artes y Literatura, entregado por la Secretaría de Cultura. Charlamos con él sobre su introducción al mundo del cine, sus búsquedas, intereses e influencias.

 

¿Qué significa que te llegue este premio?
Primero tengo consciencia de que hay gente que lo merece más que yo, pero las estrellas se alinearon para que yo tuviera la suerte de recibirlo. Obviamente es un reconocimiento y un estímulo para seguir trabajando.

 

¿Qué te reveló que tu trabajo era ser cineasta?
Desde que comencé a hacerlo, el cine me apasionó a tal grado que hoy no podría decir cómo hice una película y otra. Cada película representa un milagro para mí. Realmente se necesita tener una pasión desbordada para ser cineasta. Nunca acabas de luchar contra todo —hasta a la fecha. Tengo guardados guiones, proyectos que quién sabe si se realicen, porque en este país para levantar un proyecto se necesita una fuerza descomunal.

Por un lado, tengo la satisfacción de haber realizado una gama importante de películas, pero también vivo con la frustración de no haber podido hacer otro montón que quería. Hice un guión sobre la serpiente emplumada que no avanzó, otro con Juan Villoro sobre la calavera de cristal que tampoco se dio, hice un guión sobre la muerte de Obregón que igual ahí quedó… Creo que el cine histórico, el cine de época, ya no interesa a los productores, y estoy convencido de que debería ser función del estado respaldar los proyectos que tienen que ver con la vida histórica de nuestro país.

La historia mexicana no ha sido tocada por nuestro cine salvo la Revolución mexicana, todo falta: lo prehispánico, la Colonia, la Independencia, el siglo XIX que me tiene asombrado. Yo he estado trabajando desde hace diez años en una historia sobre Manuel Lozada El Tigre de Alica que igual ahí está en mi baúl de proyectos frustrados.

 

Lo más reciente que has hecho fue para la televisión, sobre el centenario de la Constitución…
Hice dos programas documentales para el Canal 22; nunca supe si gustó, si no gustó. Pasó al aire y sin censura, pues era una revisión crítica de esa parte de la historia de México desde el punto de vista de quienes sostienen y defienden el derecho de la nación a tener la posesión de nuestros recursos naturales. En el documental se habló mucho de la importancia de la propiedad comunal, del lastre que traía México con la Constitución de 1857, que nunca se resolvió o que nunca quisieron resolver, en torno al tema de la propiedad individual que Juárez y los liberales instituyeron, y que fue lo que al cabo de los años se convirtió en uno de los factores más importantes para desatar la Revolución.

Hay una frase muy interesante de uno de los entrevistados que dice que «Zapata, aunque era enemigo de Carranza, estuvo en la Constitución sin estarlo»; un poco con la presencia de lo ejidal, y me pareció muy importante rescatar eso, aprenderlo, porque yo todo esto que te digo lo supe haciendo este documental, pues cuando comienzo un proyecto no necesariamente estoy bien informado, y ese es uno de los retos importantes de hacer un documental.

 

¿Cómo llegas al documental, del que se nutre en gran parte tu filmografía?
Empecé estudiando arquitectura, hice dos años y nunca acabé; salí huyendo porque Guadalajara me asfixió, y con el pretexto de venir a México a estudiar música inicié mi viaje por el mundo. Tarde y con muchas dificultades, llegué al Conservatorio Nacional tocando el piano sin haberlo estudiado de forma académica. Trabajé mucho para conseguir lo que muy pocos lograban entonces ahí: entrar al taller de composición de Carlos Chávez, donde conocí a Mario Lavista, quien fuera mi maestro en el taller, y así fui dándome cuenta de que había iniciado a deshora mi carrera musical y que, aunque podía llegar a conseguir algo, me iba a costar mucho dominar la técnica. Entré en una crisis, me fui a Nueva York, y de chamba en chamba, empecé a hacer cine de forma totalmente autodidacta.

Me metí a un tallercito allá, un amigo me regaló una cámara, otro algunos pies que le sobraban de otra filmación, incluso caducos, y en esa serie de accidentes empecé a hacer mis pininos como realizador hasta que descubrí a los coras en una revista, en unas fotos muy impresionantes de su semana santa, y me sorprendió que siendo nayarita yo no conociera ese mundo.

Al principio pensé que se trataba de África, pero al darme cuenta de que se trataba de una historia de mi tierra, en un impulso de los que me quedan ya pocos, me lancé con poco y defectuoso material para filmar al Nayar, a hacer mi primera película que es Judea, semana santa entre los coras, que pasa por una de las películas más audaces que he hecho —por ignorante, por naíf, porque la armé como si fuera pieza musical, porque más que respetar la estructura de la fiesta, lo que rige ese ensayo cinematográfico es el drama musical.

Mario y yo ya éramos muy amigos y le pedí que me ayudara con la música. Se acababa de inaugurar en el Conservatorio el Laboratorio de Música Electrónica —así, además de que era una de las primeras películas que ensayaba en torno a las festividades del México indio, fue una de las primeras películas mexicanas acompañadas de música electrónica, un disparate completo. En esa época a mí me valía y hacía eso casi sin calcularlo —me gustaría tener hoy algo de esa época.

Judea es una partitura musical que hice con Mario. Volqué esas imágenes que había filmado como pude en una cama musical. La película dura 24 minutos, pero quizás sea una de las pocas de mis películas que puedo yo ver y ver, y siento que lo mejor que he hecho en el cine ya estaba ahí.

Nicolas Echevarría. Still de Judea: Semana Santa entre los coras. 1973. Tomada de la revista chilena de antropología visual.

 

Llegaste al cine sesgadamente, buscando la música. ¿Qué significaba ser cineasta en los años 70?
Ser rico: tener una cámara que era muy cara, material que era carísimo, tenías que revelar, la postproducción era incosteable… Judea me llevó un par de años hacerla porque yo la financié. Todo el dinero que ganaba lo invertía; no tenía casa, no tenía nada, andaba en harapos y todo por la película, y eso que está semiterminada. Le faltó el tratamiento correcto al final, que ya no me alcanzaba para hacerlo…

 

¿En qué trabajabas para hacer tus películas?
En el Centro de Producción de Cortometraje, una productora que había fundado Carlos Velo para sostener la propaganda política de Luis Echeverría, como fotógrafo freelance. Ahí trabajaron Ripstein, Cazals, Fons… con la única estipulación por parte del sindicato de no producir ficción. Las reglas del cine mexicano eran muy estrictas —y aquellos que las hicieron acabaron por enterrarlo; lo arruinaron, lo convirtieron en una momia, en un vejestorio, hasta que Salinas de Gortari abrió ese sarcófago para bien y para mal.

 

Judea se hermana a La fórmula secreta, por la búsqueda tan personal, por lo extremadamente experimental
Yo admiro mucho a Rubén Gámez. La suya es una de las grandes tragedias del cine mexicano. Él se dedicó no a hacer cine comercial, sino a hacer comerciales para sobrevivir, y no hay nada más triste que ver el talento enorme que tuvo este hombre al servicio de una carrera como cineasta bastante frustrada. Su ímpetu fue pulverizado, primero por el sindicato que lo dejó «entrar» a la industria por un concurso humillante —para ver si le daban chance, luego por el sistema en sí.

Lo conocí y para mí fue un maestro maravilloso sin serlo, porque a Carlos Velo le gustaba mucho compartir los rushes de todos los que trabajábamos en el Centro de Producción de Cortometraje, donde también estaba Gámez, y todos veíamos materiales de todos, algo muy íntimo entre cineastas, porque se trata de material en bruto, plagado de cosas. Y yo me acuerdo de los tiros que hacía Rubén de las giras de Luis Echeverría, la de Mao Tese-tung en particular, y ante sus rushes no me quedaba la menor duda de estar frente a documentales terminados. Ser testigo de cada una de esas proyecciones era una lección que daba Rubén.

Sin duda, él ha sido uno de los mejores fotógrafos de nuestro país, muy cotizado, pero también fue un hombre triste, con muchas buenas ideas frustradas. Hizo Tequila, que aunque no es La fórmula, tampoco se parecía a nada de lo que en esos años 90 se producía, tal como Cabeza de Vaca.

Rubén Gámez. Still de La fórmula secreta. 1965. Cortesía de Correspondenciascine

 

Antes de llegar a Cabeza de VacaPoetas campesinos  quizá sea una de las películas mexicanas más importantes. ¿Cómo se gestó en ti?
Cuando un documental comienza a hacerse nunca sabes en qué va a parar, nunca te lo imaginas, nunca sale lo que uno quiere, porque siempre te encuentras cosas que no esperas, impredecibles para bien y para mal. Hay momentos en los que uno tiene muchísima esperanza de que sucedan, de que ya que sucedieron se queden, y de repente uno siente una frustración enorme por la vuelta que toman las cosas. Y al revés también, surgen joyas donde no se espera uno nada. El caso de Poetas campesinos es uno muy especial, porque en cinco años que me llevó hacerla, asimilé esto.

Desde que yo descubrí al circo que aparece en la película, cuando trabajaba dando funciones en plazas públicas de los pueblos por parte de la Cineteca —en un proyecto que se llamaba Cine móvil, quedé tan maravillado que no paré hasta poder hacerles una película.

Sin embargo cuando volví al sitio, a la Sierra norte de Puebla, el circo ya no existía. Tuve que buscar a personaje por personaje para recrearlo, con la presión terrible de que yo ya había recibido el dinero para hacerlo, y esto fue el inicio de esa cuestión en que uno piensa que está todo perdido y te encuentras con tu destino.

La sorpresas se fueron dando a cada paso: primero me enteré de que varios habían muerto, otros ya no trabajaban en el circo, otros ya habían heredado el oficio (el caso de las acrobatas, las hermanitas Herrera, que andan en la cuerda floja), que el payaso estaba peleado con todos, y así tuve que filmar todo por separado, pero en la película se exhiben los números como si fuera una sola función genial.

Nadie ha visto eso, que ese documental fue filmado como una ficción: todos los elementos por separado y en la sala de montaje los reuní. Me llevó varios días realizar cada número, y repetir y repetir. Afortunadamente el clima siempre me ayudó, y así me di el lujo de reconstruir el circo, pues ya no existían los palos y lo demás. Finalmente se creó algo nuevo de aquello que yo y mi nostalgia recordábamos, y surgió, en el alma del documental que es el payaso, aquello de poetas campesinos, en homenaje a Franz von Suppé y a su obertura.

Para mí tuvo un final feliz, pues la película fue estrenada en función doble junto con Ensayo de orquesta de Fellini en una muestra cinematográfica y luego en corrida comercial, siempre juntas, y obviamente descontroló muchísimo porque todo mundo esperaba un cortito que abriera a la gran película del italiano, y se toparon con un mediometraje de casi una hora. Destanteaba. Me acuerdo de la primera función en que todos esperaban a Fellini, y a los 20 minutos de mi película comenzó la rechifla porque no se acababa Poetas no obstante, también hubo aplausos.

Fue estrenada a la par de la de Federico solamente por la duración de ambas, entonces la Secretaría de Gobernación estipulaba también cuánto tenía que durar la exhibición de una película en sala no es que se me comparara ni mucho menos; habían coincidencias, pero eran eso. Aunque yo retrataba un mundo «surrealista», no era un retrato deliberado; yo más bien seguía una línea de los marginados, del México pobre, y a mí me fascinó incursionar en esos mundos de magia que estaban ahí ya, en la realidad.

El primero que hizo una crítica favorable fue Ayala Blanco. De ahí todos los críticos la asumieron, y sí, definitivamente la considero como uno de mis mejores trabajos, si puedo yo opinar.

Nicolás Echevarría. Still de Poetas campesinos. 1979. Cortesía de Filminlatino

 

Rompiste los moldes del documental en nuestro país. El niño Fidencio y Poetas campesinos son ejemplo de ello.
Precisamente con esas dos películas traté de recrear un mundo rulfiano sin Rulfo. Así como Zapata está en la Constitución sin Zapata, Rulfo está en esas películas sobre todo en el caso de Fidencio, porque yo lo relaciono mucho con Anacleto Morones. Como decía, a mí siempre me ha fascinado este mundo de los ritos curanderos, de la cultura popular.

Al niño Fidencio prácticamente nadie lo conocía ni yo. Por ahí me encontré con un material en 16 milímetros con algunas escenas del taumaturgo, y me propuse hacer algo sobre aquello, pensando evidentemente en el cuento de Juan Rulfo.

Entonces, digamos que mis primeros largometrajes documentales tienen un soplo rulfiano; así lo busqué, y tuvieron la ventaja enorme de estrenarse comercialmente. Me acuerdo del caso de María Sabina, que gracias a un documental sobre Rigo Tovar pudo entrar a salas con mucho éxito.

 

¿Cómo es que buscas a Sabina para hacerle su documental?
Yo me encontré con ella cuando estaba en el Conservatorio, y ni pensaba ser cineasta. En esa época viajé a Huautla, como todos los jóvenes, en ese viaje iniciático de generación. Luego, ya en el cine, me encuentro con que Margarita López Portillo estaba muy entusiasta con hacer algo sobre Sabina y, recomendado por Bosco Arochi, emprendí la producción de María Sabina, que comenzó como cortometraje y se fue alargando. Ahora, es una película muy convencional, con Andrés Henestrosa haciendo la voz y que incomodó a mucha gente por la cuestión de género, pero yo quería que quedara muy en claro que no era María quien hablaba.

Rodaje de María Sabina. Cortesía de Nicolás Echevarría.

 

¿Y el éxito que mencionabas?
Sabina era un personaje nostálgico cuando yo la filmé: había pasado de moda, y de repente resurge esta imagen tan definitoria de otras décadas. Y agradó al público, por un lado; por otro, María Sabina llega por accidente a los cines comerciales, hay que señalarlo. Porque el Estado produjo un documental sobre Rigo Tovar, y la intención verdadera era meter a Rigo a las salas, estrenarla con el pretexto de la coyuntura que daba un documental «cultural» como el de Sabina. El de Rigo tuvo un éxito arrollador, quién sabe cuál fue el destino final, se pelearon los productores por ella, mientras que María Sabina consiguió algo para entonces impensable para un documental: estrenarse en varias salas.

Una cosa que yo siempre he criticado es que no haya divisiones entre el cine industrial y el cine cultural, y la Secrtaría de la Cultura no tiene que ocuparse de todo el cine, sino del cine con objetivos distintos al de entretener, al de hacer dinero, meter millones de dólares que tampoco lo hacen.

 

Antes de Cabeza de Vaca siempre te sentiste a gusto en el documental…
No me quedaba de otra, yo soy documentalista a huevo. Hasta Cabeza, ni yo ni nadie podía sostenerse de la ficción. Algunos sí pudieron, con mucho apoyo del estado solamente.

Rodaje de Cabeza de Vaca. Cortesía de Nicolás Echevarría.

 

Retomar la Conquista en el cine mexicano no fue nada fácil tampoco…
Era un tema tabú en nuestro cine. Ahora ya no. En una época estuvo prohibido, era un tema maldito; pero ya no tarda en saltar el primer valiente en hacer La conquista de México, y mucho menos ahora que es muy fácil reconstruir ciudades y multitudes.

 

¿Y qué significó para ti reconstruir el imaginario de Cabeza de Vaca?
Comencé queriendo llevar al cine a Gonzalo Guerrero. También hice un guión, pero me desanimó un poquito la recreación del mundo maya, pues es un grupo de gran estatura, muy conocido en comparación a otros. Se sabe cómo vestían, cómo comían, cómo vivían, y pues el esplendor máximo del mundo prehispánico son ellos, aunque los mexicanos estamos empeñados en que nos representen los aztecas… Ese fue el primer reto al que me enfrenté: las pirámides, el vestuario, las princesas, ¿por dónde comenzar?

Alberto Isaac era director de IMCINE y tenía una oficinita muy modesta ahí en Tlalpan. Fui a plantearle la historia de Gonzalo Guerrero; me acuerdo haber pasado toda una tarde contándole de cómo murió el pelirrojo tatuado, peleando con los mayas en contra de los aztecas, y al final de mi cuento me dijo, «¿Sabes qué, maestro? lee a Cabeza de Vaca. Es una historia más o menos similar, pero a nivel de producción es mucho menos complicada». Leí Naufragios de Cabeza de Vaca, me convenció inmediatamente. Claro, en lugar de vestirlos, los tenía que encuerar, en lugar de construir suntuosidad, podía hacerlo en una ladillera, o de plano en la selva, en La Tovara nayarita, donde yo pasaba las vacaciones de niño, y así fue.

 
¿Qué hace Echevarría ahora? 

Estoy preocupado por seguir trabajando. Tengo proyectos pero son muy supersticiosos; tengo lo del Tigre, no veo que en México se interesen en una película como esa ahora… Y en fin, si no la hago, ni modo, me seguiré dedicando a hacer cosas a bajo costo con tal de seguir contando la historia de México, de seguir interesando a la gente en su historia. 

 

Praxedis Razo es encargado de la programación de cine en el Instituto Politécnico Nacional. Comparte créditos de edición en la revista F.I.L.M.E., escribe crónica taurina para La Razón y sobre asuntos literarios para la revista Casa del tiempo de la UAM.

 

Praxedis Razo

Encargado de la programación de cine en el Instituto Politécnico Nacional. Comparte créditos de edición en la revista F.I.L.M.E., escribe crónica taurina para La Razón y sobre asuntos literarios para la revista Casa del tiempo de la UAM.

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