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Salón de conferencias. Tomada de Metropolitan Museum of Art.

De nuevo, un asunto de distancia. El espectador como esquizo

Columna 22.09.2018

Daniel Montero

En su columna mensual para Revista Código, Daniel Montero indaga sobre los cambios en la relación entre el público y el arte contemporáneo.

En 2010, en el Simposio Internacional en Estética y Emancipación: Fantasma, Fetiche y Fantasmagoría, que organizó el MUAC, ocurrió un suceso interesante. Cuando Gayatri Spivak terminó su ponencia, en la sesión de preguntas y respuestas, una mujer joven se acercó a la parte baja del Teatro Juan Ruiz de Alarcón para formular su pregunta. Al acercarse tomó la mano a Spivak y declaró que no podía realizar una pregunta a la distancia sabiendo que una persona tan influyente para ella estaba tan cerca, así que se atrevía a aproximarse a sabiendas de que estaba rompiendo el protocolo. Dos sucesos más recientes, tal vez más visibles por su difusión y notoriedad tienen un carácter similar pero a la inversa, en la que un sujeto se acerca al ponente para agredirlo: el ya conocido pastelazo a Avelina Lésper por parte de un desconocido luego de su «conversación» sobre grafiti en el Museo de la Ciudad de México; y la manera en que una espectadora fue parte de la presentación de Tania Bruguera en SOMA, al señalar el supuesto sobrepeso de la artista, e intervenir reiteradamente en la plática, increpando al público llamándoles «burgueses». En estos casos es patente que hay una distancia que se comienza a romper, a veces de manera violenta, para provocar una interacción. Interacción que más que increpar de manera razonada parte desde los afectos.
Y no es que esa situación se haya producido antes en el arte nacional. Solo hay que recordar, entre muchos otros, el muy conocido caso del Salón Esso en 1965 y los jaibolazos entre abstractos y realistas. Es, más bien, la continuidad del mismo fenómeno pero bajo otras circunstancias y con modificaciones sustanciales. Precisamente ese asunto de la distancia, que como veremos no es otro que la posibilidad de una crítica, se vuelve a manifestar en la actualidad pero de manera delirante, casi esquizofrénica en una especie de juego en donde todos creen (quieren) tener la razón y que los hace acercarse a los otros —y a ciertos fenómenos— de maneras antes insospechadas que implican, a su vez, nuevas negociaciones sensibles. La cuestión que me interesa no es si todos esos actores están en lo cierto o no sino «la razón» —o mejor el razonamiento— que está involucrada en esa premisa y cómo es que esa razón pasa a ámbitos sensibles.

Este asunto hay que abordarlo por partes, ya que involucra al menos tres cosas: las relaciones entre sujetos; las relaciones entre cosas, eventos, prácticas y esos sujetos; y la relación entre los sujetos y la realidad (o su construcción de realidad), todo ello mediado por internet y las redes sociales, que ahora tienen parte en las nuevas consideraciones del espacio público y de la esfera pública. De nuevo, a lo que me refiero es un asunto que ya ha sido planteado desde Rosseau a Rancière, pasando por Benjamin: cuál es la distancia que se produce cuando nos convoca una obra de arte o un evento artístico, dos asuntos que en la actualidad por momentos se sobreponen.

En general desde el siglo XVIII, la crítica de arte (y la crítica en general) tiene que ver con una condición de distancia. O para ponerlo en otros términos, desde ese momento se construyó una retórica de que el arte convoca a una distancia que afecta a la crítica. Si se está demasiado cerca de la obra o del evento, uno corre el riesgo de establecer una confusión entre lo que ve y su propia subjetividad, provocando una sobreidentificación con el fenómeno. Si se está demasiado lejos habría una subidentificación, porque ya no sería posible la experiencia o se distorsionaría. Pero hay sujetos a los que se le da la autoridad para hablar por otros y que pueden comunicar esa experiencia, haciendo que haya una identificación con la obra, ya no por la experiencia, sino por la palabra, a través de una intermediación que establece una nueva relación. Así, la correlación con la distancia es lo que permite pensar en diferentes tipos de espectadores. Esto afecta de manera importante al arte y su institucionalidad, porque siempre crea tensión entre lo que es el arte con lo que no lo es, levantando de nuevo la pregunta por las posibilidades de representación de otros y por otros.

Para poner un ejemplo, en la carta a D’Alembert de Rosseau se puede ver la tensión de la funcionalidad del teatro en la relación entre afectos y efectos por la vía de la imitación de la realidad y la naturaleza. D’Alembert argumenta a favor del teatro como instrumento moralizante; al contrario de Rousseau, quien rechaza la pretensión del clasicismo de instruir y moralizar. Para Rosseau, el teatro no instruye, porque el único tema que en éste se representa es la pasión amorosa, y no moraliza porque es vana su pretensión de purgar las pasiones que excita. Así, el espectador se contenta con sentir en vez de actuar. De esa manera, al tratamiento escénico de las pasiones opone la fiesta, donde todos son actores y nadie espectador.

Más allá del ejemplo, lo que es interesante de esta situación es que la distancia en relación al arte y los eventos artísticos, ahora pasa por la creencia de una participación más o menos activa del fenómeno, que se da principalmente en las redes sociales, creando una apariencia de cercanía con él, que permite que muchas personas hablen. Un hablar que muchas veces adquiere tintes de un hacer. No obstante, la apariencia de cercanía es permanente, porque parte de un estado de opinión provocada por la obligación de la autorrepresentación en la red: no solo se puede opinar, sino que se ha vuelto una obligación. En relación al arte, la situación es particular porque parte del mito de que la relación con la obra se da directamente. Así, se puede decir lo que sea al respecto de ella, muchas veces para reiterar lo que el estado de opinión demanda, es decir, que la obra de arte es verdadera, que es trascendente, pero más importante, que habla por sí misma. Pero así surge una pregunta inevitable: si supuestamente la obra de arte habla por sí misma, por qué hay tanta gente hablando al respecto de lo que sería el arte.

La manera que se encuentra para generar una diferenciación entre los diversos sujetos es apelar al mayor o menor grado de especialización y conocimiento sobre historia, teoría, etcétera, es decir, apelando a razonamientos ilustrados que permitirían una mejor discursividad pero más aún, legitimidad. Sin embargo, como gran parte de la discusión está fundada en una creencia, muchos de los argumentos se tornan moralizantes. Así, cuando el fenómeno pasa a la realidad, la cercanía tensa —de muchas maneras— intereses por la representación, haciendo de los eventos un permanente performance: ahora no se va a ver obras de arte ni escuchar ponencias, sino que es necesario participar de ellas de alguna manera. Una participación que no es ya solo verbal sino corporal.

Lo que digo no es que todos ocupen el mismo lugar de la representación ni que la masa de opiniones tenga el mismo valor relativo. En definitiva, siguen existiendo formas y sujetos de enunciación diferenciados que generan jerarquías que tiene más o menos poder, no solo por el valor que se le da a su discurso, sino por la legitimidad institucional que pueden llegar a tener. Sin embargo, es importante pensar que lo que está apareciendo no es solo una nueva forma de relación entre el arte, sus eventos y los espectadores, sino una nueva definición de espectador.

No sería la pretensión de un «espectador emancipado» como lo describía Jacques Rancière (asunto de distancia también), sino una nueva noción de espectador que ya no se ajusta a su definición de principio. Al hablar del teatro Rancière formula tres opciones para pensar en una posible emancipación del espectador: la primera es la reactualización de la obra de arte total en la que el arte se convierte en vida; la segunda es la hibridización de los medios del arte. La tercera, que es la que le interesa, «no amplifica los efectos, sino al cuestionamiento de la relación causa-efecto en sí y del juego de los supuestos que sostienen la lógica del embrutecimiento. Frente al hiper-teatro que quiere transformar la representación en presencia y la pasividad en actividad, ella propone, a la inversa, revocar el privilegio de vitalidad y de potencia comunitaria concedido en la escena teatral para ponerla en pie de igualdad con la narración de una historia, la lectura de un libro o la mirada posada en una imagen. Propone, en suma, concebirla como una nueva escena de la igualdad en la que se traducen, unas a otras, performances heterogéneas. Pues en todas estos performances trata de ligar lo que se sabe con lo que se ignora […]». A pesar de que la postura de Rancière es sugerente, el asunto no está ya en cómo el espectador puede ser considerado «como emancipado», sino en qué medida puede ser considerado como actor en tanto deseo de participar del fenómeno. En el fondo, como decía, una redefinición del espectador como esquizo.

 

Daniel Montero

Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Es autor del libro El Cubo de Rubik: arte mexicano en los años 90.

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