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Vista de instalación de Los invisibles de Ingrid Wildi Merino. Tomado del sitio de la artista.

Presentación-representación. Desdoblándose unos en otros

Columna 14.06.2018

Daniel Montero

En su columna para Revista Código, Daniel Montero revisa cómo se conforman actualmente las nociones de representación desde el arte contemporáneo.

Las tensiones entre presentación y representación han sido una constante en el arte desde el siglo XIX. Desde que se establece la relación entre arte y vida, surgen al menos dos preguntas que son muy complicadas de contestar pero que es necesario traer a cuenta. En primer lugar, ¿qué puede y qué no puede mostrar el arte? Esta primera pregunta —que a la vez tiene una variación moral en la que el «puede» muchas veces se intercambia por el «debe»— tiene muchas respuestas posibles, unas más metafísicas, unas más materialistas. Como cuando Klee afirmaba que «el arte no reproduce lo visible, sino que hace visible lo que no siempre lo es»; o como cuando Frank Stella afirmaba que «what you see is what you see» al referirse a sus cuadros de líneas para afirmar la condición medial de sus pinturas. La segunda pregunta —que está en relación necesaria con la primera— tiene que ver con la función del arte o su utilidad. Para muchos, el arte debería mantenerse en un espacio de autonomía. Para otros, el arte debería incidir directamente en la realidad, partiendo de la premisa de que puede transformar al mundo de diferentes maneras.

No es mi objetivo ofrecer una visión maniquea del arte, ni mucho menos. Entre esas tensiones hay una gran cantidad de puntos medios y de matices, que es lo que hace que el arte siempre esté en disputa. Lo que me parece interesante es que sin lugar a dudas esas posturas se han hecho cada vez más radicales, y en los últimos tiempos el arte contemporáneo ha entrado en un conflicto, no solo por la tensión entre la presentación y la representación en la imagen o en los objetos, sino precisamente cuando se le suma a ello los sujetos. Y no es que no hayan habido «sujetos» de la presentación y en la representación en la historia del arte. Es obvio que los ha habido. Solo hay que recordar el conflicto entre Rivera, Siqueiros y Tamayo en la década de los 40 por la idea de qué es lo que se representa y a quién representa la pintura. Sin embargo, en la actualidad se ha mezclado otra cosa que tal vez marca una diferencia sustancial: la «correcta» presentación o representación del otro.

Ese giro —que parece más bien un regreso a una postura moralizante— es fundamental, porque está afectando la misma comprensión que tenemos del arte en el presente —no solo desde la crítica, sino también desde la producción, dos asuntos que actualmente no pueden separarse. Desde la década de los 70 se ha venido hablando de cómo se puede romper con una hegemonía narrativa del discurso, ya sea cultural o histórica, para cuestionar no solo su legitimidad sino los lugares en que esas narrativas posicionan a los sujetos. El asunto tiene que ver con cómo es que los subalternos y parias pueden tener participación discursiva cuando siempre se les había negado el derecho a la autorepresentación. El arte ha sido afectado de manera necesaria por estas posturas porque desde su posición crítica ha permitido mostrar cómo es que las imágenes, los objetos y las prácticas no solo hacen evidente situaciones de opresión y desigualdad, sino que las han acompañado de principio, a veces como forma de resistencia y otras mostrando las operaciones del poder.

Sin embargo, con la deslocalización de las prácticas provocada por la globalización, se introdujo un asunto complicado. Si antes los artistas pensaban en cómo podría el arte afectar a su propia representación (nacional, comunitaria, política), y cómo trabajar desde allí para generar enunciaciones identitarias hacia adentro y hacia fuera (es decir, la relación nacional-internacional), la pregunta que surge a finales del siglo XX es por el derecho a la representación del otro —otro que tal vez ni siquiera esté en relación con ellos de ninguna manera. A la pregunta de la posibilidad de presentación o representación del otro se le suma otra, la del derecho a esa representación, asunto que es político al mismo tiempo que jurídico. Sin embargo, hay un giro adicional que es al que me estoy refiriendo: lo «correcto» se ha asociado con «lo verdadero», y pasamos entonces de un ámbito político a uno metafísico. En ese sentido, las presentaciones y representaciones no solo causan un conflicto en la producción y crítica de arte sino, desde mi punto de vista, una crisis.

Así, la repuesta a la pregunta sobre cuál es la «correcta» representación del otro es siempre la misma: ninguna. Pero lo más complicado sucede cuando la pregunta se fuga de lo moral a lo metafísico, ámbitos que muchas veces han estado ligados. La respuesta a la pregunta de cuál es el arte verdadero, o cuál es el arte que verdaderamente presenta o representa a los otros, es la misma: ninguno. Esas respuestas se pueden argumentar diciendo que no hay ningún arte verdadero porque la representación y presentación de cómo se enuncian los sujetos son múltiples. Así, ese «deber ser» que está más bien en el ámbito de la creencia y que opera en ámbitos personales sin ningún problema, cuando aparece en el espacio público, produce muchas veces situaciones irreconciliables y polémicas indirimibles. No hay arte verdadero porque la noción de verdad parte de la creencia, que no es otra cosa que la fe, y eso eliminaría de tajo la relación social que circunscribe toda producción artística. Sin embargo, muchos artistas contemporáneos están buscando permanentemente una correcta presentación o representación del otro. Y también la crítica.

En la búsqueda por una correcta representación se enfrascan en investigaciones sobre contextos, objetos e imágenes. Como si eso no fuera suficiente para la representación, se vuelcan directamente a los sujetos, a sus cuerpos y a sus relaciones sociales e interpersonales. Se les meten hasta en las casas. Se recurre entonces a la estrategia de la entrevista (la entrevista es ya una estrategia más del arte contemporáneo, así como la traducción, entre varias otras) para poder conocer a profundidad la vida de los otros y sus comportamientos —e incluso qué cosas y experiencias nuevas pueden aprender de ellos. Y obviamente se cree que entre más convivencia y más relaciones se pueda establecer con ese otro, más cerca a su subjetividad se está.

Así, se tratan de aferrar a los sujetos como si allí hubiera una posibilidad de ser «correctos» y no pasar por encima a los otros, como tantas veces ha ocurrido en la historia de la cultura. No quieren solo mostrarlos, sino que desean que ellos también participen en la obra o en el proyecto. Darles voz. Es en ese momento en que no saben cómo operar y aparecen al menos dos posibilidades: o ni siquiera se arriesgan a producir una imagen, por el miedo a la subrepresentación; o se llenan de miles de imágenes, textos, palabras, teorías sociales y económicas, que producen a su vez una multitud de obras sin ninguna densidad crítica.

Y sin embargo, si no se procede de esa manera, sus obras son catalogadas como superficiales por considerar solo la forma y dejar de lado la relación intersubjetiva. O incluso como obras que no se comprometen verdaderamente. Es precisamente ahí donde cierta crítica empieza a funcionar no solo como discurso descriptivo, regulador o incluso explicativo, sino como recurso moralizante. Ya no una crítica, sino un sermón.

Es claro que no estoy en desacuerdo con la manera de proceder en la que los artistas se involucran con diferentes sujetos y contextos. De hecho, más que nunca esto no es solo una necesidad sino una urgencia. Lo que parece problemático es que, al parecer, ese procedimiento no permite que los artistas tomen una posición. Y cómo hacerlo, si el representado es otro. En efecto, no muestran la «relación» con el otro sino que intentan mostrarlo solo a él, y en ese sentido sus obras nunca va a ser suficientes. Que este momento histórico sea uno en que los artistas no solo afirmen la posición de los otros sino las propias, y que generen a su vez nuevas formas de empoderamiento —es decir una política del arte desde el arte, no desde la retórica. Es, como decía, una urgencia.

Daniel Montero

Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Es autor del libro El Cubo de Rubik: arte mexicano en los años 90.

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