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Pancarta de protesta. Tomada del blog de Humberto Robles.

¡Trabajen, vagos!: Incertidumbres en el plan de cultura de AMLO

Columna 14.02.2019

Daniel Montero

Nombramientos arbitrarios, presupuestos reducidos y deterioro laboral son parte de las incertidumbres que se generan en la actual Secretaría de Cultura.

En días pasados ocurrieron dos hechos que llamaron particularmente la atención del sector cultural del país. El primero, la salida de Daniel Goldin de la dirección de la Biblioteca Vasconcelos a quien Marx Arriaga despidió, en una situación que aún no ha quedado del todo clara porque presuntamente presionó a Goldin para que dejara el puesto. Eso —aunado a la cercanía de Arriaga a Beatriz Gutiérrez Müller, esposa del presidente— ha generado muchas suspicacias en el sector cultural.

El segundo es el lanzamiento de la Estrategia Nacional de Lectura en Mocorito, Sinaloa, que propone que la lectura de libros se masifique, sustentada bajo la ya famosa suposición de que un país es menos violento si sus ciudadanos leen más y que la lectura funciona como un factor de la transformación social, la estrategia intenta implementar planes de lectura (no dicen cómo) y abaratar los libros para que sean más accesibles a toda la población.

Es interesante notar que, a pesar de que estos dos hechos están separados, conectados solo por el hecho del acceso a la información y a la lectura, sintetizan de manera evidente los dos problemas fundamentales de la administración cultural actual. Problemas que están ligados necesariamente: por un lado las relaciones laborales en el sector cultural público y por el otro las prioridades culturales del sexenio en un contexto de reducción significativa de presupuesto en ese rubro.

Lo que en definitiva no se ha dicho de forma clara es cuál es modelo de cultura que se está proponiendo y a partir de ahí cómo se van a distribuir los recursos. A pesar de que desde el año pasado se conoce un documento firmado por Alejandra Frausto llamado El poder de la cultura en el que se describe de manera general el plan de trabajo de la actual administración, y en el que se enfatiza la descentralización cultural del país basado en la inclusión, el intercambio regional y la vinculación comunitaria. No se sabe cómo se financiarán y operarán los programas, qué va a pasar con los programas que ya existen, cómo se realizan las evaluaciones de los proyectos previos y cómo es que todo ello puede entrar o no en la actual administración. Las consecuencias de ello las estamos viviendo en este momento.

Si se siguen los patrones de vinculación y desvinculación de las administraciones previas se puede ver que siempre hay un cambio en las gestiones de las dependencias. Ello no solo es sano, sino que genera dinámicas diversas en las instituciones. Además, la revisión de contratos y auditorías permiten ver en qué se están utilizando los recursos, cómo se están distribuyendo y cuáles proyectos pueden continuar, acabar o reformarse. Pero desafortunadamente esos cambios no han generado una transformación estructural que permita pensar en un cambio sustancial del sistema cultural, incluso desde la alternancia gubernamental del PRI al PAN y de nuevo al PRI, incluso (y a pesar) de la creación de la Secretaría de Cultura.

Lo que sí se puede ver es, por un lado, un deterioro sustancial de las condiciones laborales de los trabajadores de la cultura a todo nivel, evidente —por ejemplo— en la crisis actual que vive la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía; y por otro, una legislación poco efectiva que no permite dar cuenta de las nuevas dinámicas culturales que dependen de relaciones privadas y públicas, pero también locales y globales. Por eso, más allá de la indignación que produjo a algunos el nombramiento de Sergio Mayer en la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados y más allá de su currículum, lo que verdaderamente debe ser motivo de cuestionamiento es, en ese contexto, qué tipo de propuestas regulatorias podría llegar a sugerir.

Parece que lo que se está enfrentado permanentemente en esta administración, y para ponerlo un poco de manera reductiva, son dos modelos de cultura diferentes que, ante la escasez de presupuesto se han hecho ver como antagónicos. El primero tiene que ver con el acceso a la cultura (como si a la cultura hubiera que «acceder» y no fuera producto de dinámicas sociales más amplias) a ciertos sectores marginales con el fines integradores y productores del tejido social. El otro, un sector privilegiado que ha ostentado el poder de representación durante mucho tiempo y que debería buscar los recursos en otros lados. El caso más claro de esa tensión es lo que está pasando actualmente con las becas del Fonca que para algunos son una muestra de ese poder enquistado y reproductor de jerarquías.

Como lo muestra Humberto Robles un texto del 6 de febrero llamado «Sin becas no hay paraíso», a principios de este año, varios medios de comunicación dieron cuenta que ante la reducción del presupuesto al sector cultural anunciada el año pasado, un grupo referido como la Comunidad artística y Cultural de México se manifestó en contra afirmando que «Sin cultura no hay cuarta transformación». Ante ello, varios personas respondieron, entre ellos Jesusa Rodríguez, actual senadora de la República quien declaró a Sin Embargo: «Estoy feliz de que se preocupen, que se quejen, que exijan, pero también que devuelvan […] Las becas del Fonca fueron para cooptar a los artistas y ahí estuvieron con su beca –muchos– metidos en su casa. Ya es hora de que eso cambie […] En el momento en que hagas una retribución verdadera, harás un cernidor de haraganes. Nadie va a querer una beca si tiene que ir a trabajar realmente a las comunidades». Y, Antonio Martínez, vocero de la actual Secretaría de Cultura también afirmaba:  «Yo invito al diálogo y a no ser hipócritas, la cultura en este país no la hacen unos cuantos, se hace con presupuesto, sin presupuesto y a pesar del presupuesto».

Como se puede ver, lo que está involucrado en el fondo de este debate es cuál es el trabajo que debe realizar un artista para, por un lado ser autosostenible y por el otro, cuál deber ser su retribución social en función de ese trabajo. Y tal vez de manera más sustancial, qué significa que los artistas deban hacer una «retribución verdadera». Así, me gustaría volver al asunto del plan de cultura de la actual administración. Si bien es cierto que la escena cultural mexicana ha cambiado en los últimos años de manera importante, en la que el sector privado tiene una participación cada vez más activa (como pudimos ver el fin de semana pasado con la llamada Semana del arte), es probable que dicha participación no sea suficiente para sostener a toda la masa de productores artísticos que existen y que están interesados en ciertas prácticas que no involucran necesariamente retribuciones sociales más amplias. Es evidente que el Estado tampoco los puede mantener a todos.

Pero el asunto no es a dónde pueden llegar a parar todos los productores o trabajadores de la cultura, sino cómo es posible generar, desde las interacciones posibles, diferentes oportunidades de trabajo pensando en proyectos articulados y que no dependan de nombramientos que parecen arbitrarios. Eso es lo que no se desarrolla el plan y que aparece solo como Economía Cultural, como si ese mismo plan no correspondiera a los mismos planteamientos de base estructural de la secretaría. Surge entonces una pregunta fundamental. ¿Son necesariamente excluyentes esos dos modelos culturales, en un contexto tan plural como el mexicano en el que operan muchas veces diferentes definiciones de cultura y que deberían ser acogidas por el Estado? Por ejemplo, por qué no hacer de lo que parece una contradicción un plan estatal que pueda ser a su vez productivo en coordinación con la iniciativa privada, más allá de las consabidas exenciones fiscales?

Todo este asunto ya se ha dado en otros momentos históricos en el país y parece que todo vuelve de forma un tanto trágica, al presente. Por ejemplo el debate entre Siqueiros y Tamayo, en el que el primero acusa al segundo de hacer una pintura burguesa sin función social, desvinculada de las demandas del pueblo y que, en tanto su pintura estaba hecha para ser vendida en Estados Unidos no era pintura mexicana. Y en tiempos más recientes, la creación del Conaculta y el Fonca y todo el revuelo que generó ese programa que fue leído por muchos como una cooptación estatal de la libertad de los creadores, pero también como una oportunidad de producción de arte para otros, todo ello perfectamente registrado en una famosa serie de artículos de Mónica Mayer de 1996 publicada por El Universal llamada «Con dinero Sin dinero».

Es claro que estoy de acuerdo con el combate a la corrupción dentro del sector cultural del país en todo sentido. Pero también sería importante que se dijera qué tipo de plan se está implementado en relación a qué modelo. Sin ello es muy probable que el fondo de Cultura Económica comience a producir libros «baratísimos» que nadie lea, incurriendo en un detrimento patrimonial. O que renuncien o despidan empleados que tenían gestiones importantes en sus lugares de trabajo. Sea cual sea el modelo, claridad para un posible debate.

Daniel Montero

Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Es autor del libro El Cubo de Rubik: arte mexicano en los años 90.

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