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Edificio de la Secretaría de Cultura y CONACULTA. Tomada de Eje Central.

¿Traerá el gobierno de AMLO mejoras a la cultura en México?

Columna invitada 13.12.2018

Brenda Caro Cocotle

La especialista Brenda J. Caro Cocotle reflexiona sobre algunos de los retos que las políticas culturales tendrán en el nuevo sexenio.

«Serán buenos tiempos para la cultura, ¿verdad?» Yo no consigo articular pronto una respuesta. Intento por todos lados encontrar aquello que me dé una pauta. Un sexenio se ha ido y una administración nueva entra en funciones. Leo de nueva cuenta los planteamientos del proyecto de cultura que se propusieron durante la campaña presidencial, las entrevistas que ha concedido Alejandra Frausto —la hoy secretaria de Cultura—, los análisis concienzudos de especialistas, así como los que se cuelan entre comentarios en redes sociales, memes, aulas y conversaciones aisladas. No sé si entiendo las palabras. Las expectativas son altas y oscilan entre el optimismo rampante, la cautela y el desagrado. Hay quien vaticina una suerte de «edad de oro»; hay quien, al contrario, se lamenta y anticipa el más estrepitoso de los fracasos. Se designan funcionarios: se mueven las fichas, todos juegan. Nada cambia, todo permanece; nada permanece, todo cambia.

Sigo buscando una manera de entender y de estar en este escenario que ahora se dibuja para el sector cultural. La política pública en materia de arte y cultura del nuevo gobierno apenas está entrando en la fase de convertirse en programas y acciones concretos. Sin embargo, es quizá este momento el que pueda ser el más prioritario: es una coyuntura para las definiciones.

#ElPoderDeLaCultura

Debo confesar que hay algo que me molesta en exceso: la sensación de que asistimos a una continuidad acrítica entre la forma en cómo era entendida la cultura en el sexenio anterior y lo que se plantea ahora. La administración de Tovar y de Teresa, luego continuada por María Cristina García Cepeda, tuvo como discurso la idea de desarrollo —bajo el cariz de la empresa cultural y la recurrencia a las  exposiciones tipo blockbuster— y la noción del arte como reconstructor del tejido social: «cultura para la armonía», fue el lema. La propuesta de Frausto parte de esto último: «cultura para el bienestar». Así, se retoma el esquema de las misiones culturales vasconcelistas y se afianza un modelo que asume que el derecho a la cultura es, principalmente, garantizar su acceso a la mayoría.

Se diría que nadie consideraría romper con una postura semejante, la cual, además parece ser acorde con lo pautado por la Unesco1 y otros organismos internacionales. Sin embargo, si aceptamos la premisa, tendríamos que preguntarnos, por un lado, el concepto de desarrollo que se tiene (¿eventos de alto impacto mediático, cuantificables y masivos?) y por el otro, hasta qué punto la cultura puede, debe y es capaz, por sí sola, de resolver problemas cuya raíz es estructural —y, en consecuencia, fuera del ámbito y acción real de la misma—.

Los seis años anteriores nos dejaron muy en claro que la cultura no puede ser sucedánea de lo que es responsabilidad de otras instancias de la administración pública y que la supuesta acción transformadora tiene sus límites.

Ignorar lo anterior prolongaría las inercias de un modelo cultural que acusa una visión asistencialista que no garantiza, por ese solo hecho, un real ejercicio de los derechos culturales. #ElPoderDeLaCultura no puede consistir únicamente en asumir que basta con crear orquestas comunitarias y hacer caso omiso de la complejidad de las dinámicas cultural y social, las cuales conllevan puntos de conflicto y disparidades.

Ante la crítica, se ha señalado que la diferencia estriba en que ahora se plantea una política cultural transversal con el resto de las Secretarías, de manera que ello permita dar peso a los lineamientos y planes de trabajo. Sí, sin duda, el punto clave es la transversalidad pero la misma tendría que verse en un sentido mucho más amplio: no solo en el plano de la relación entre programas, sino en el de las múltiples dimensiones que atraviesan la realidad cultural en el país; no solo en el aspecto de una democratización de la cultura, sino en los impedimentos y visiones discordantes propias de una democracia cultural; no solo en la concepción de acciones a nivel macro, sino en la gesta de labores microterritoriales que pasan por procesos de negociación, diálogo y resistencia. En esa medida, considero se abre una posibilidad real de hacer cambios de fondo a la política cultural, misma que tendrá que operar sobre un andamiaje institucional «nuevo», una Ley General de Cultura con muchos asegunes y un reglamento articulado y aprobado con prisas en los últimos días de noviembre, previo a la entrada de los nuevos responsables.

Lo que se hereda pareciera contrario a cualquier transversalidad posible. Tendrá que haber mucha inteligencia por parte de quienes ahora ocupan las direcciones en la Secretaría de Cultura para configurar y consolidar una relación diferente que pueda tanto tener una mirada sectorial, intersectorial y transversal, consciente de las complejidades locales, regionales y nacionales, como una atención puntual de las particularidades y diferencias discursivas, de producción y de generación de valor de las manifestaciones artísticas y culturales.

Descentralizar: sí, pero los otros centros

Lo anterior implica también repensar la noción de descentralización de la cultura. De entrada, es interesante el anticipado traslado de la estructura directiva y administrativa mayor de la Secretaría de Cultura a una ciudad de provincia (aunque, bien mirado, geográficamente se continua en la zona central). Implicará un viraje en ciertos flujos de gestión, pero no necesariamente uno radical. Si la raíz de la estructura es concentradora de origen, fuertemente jerarquizada y con tendencia a la verticalidad, no habrá descentralización posible así se abran las oficinas donde se abran.

Intentos por descentralizar el aparato cultural ha habido varios, ya sea bajo la idea de crear infraestructura, o bien de replicar a escala el mismo esquema concentrador. Lo que ha faltado es descentralizar los otros centros, esos, que son los más arraigados y en cuyo destrabe descansa una real democracia cultural: cómo se toman las decisiones, cómo se sopesan las necesidades culturales, cómo se participa, cómo se define la relación entre la sociedad civil y las instancias gubernamentales.

Si algo dejaron en claro los foros de transición efectuados en los pasados meses es que se tiene que modificar la manera en que se ha planteado la participación de la ciudadanía en la definición de las políticas públicas: no sabemos de qué manera pasar de ser sujetos pasivos a activos y que nos implica nuestros derechos culturales. Tampoco hay muchos mecanismos. Ahí está la verdadera apuesta para todos.

Pesos, centavos y esquemas laborales*

(Nota de la Redacción: Ante la propuesta de presupuesto de egresos 2019, que el Ejecutivo presentó el fin de semana, invitamos a la autora a actualizar su reflexión.)

En el transcurso de estos días, dos asuntos están en la palestra del debate por las implicaciones que tienen no solo en el corto plazo, sino en la forma en cómo se concibe la posición de la cultura dentro del programa y prioridades del nuevo gobierno. Uno es la disposición por la cual se elimina la contratación por honorarios en el caso de las entidades de la administración pública federal y el otro, la propuesta de Presupuesto de Egresos de la Federación, en el cual los montos destinados a arte y cultura representan menos del 1% del gasto total y corresponde a una disminución del 7.6% con respecto al ejercicio 2018.

Incertidumbre y decepción es el tono de la mayoría de las primeras reacciones. Se asumía que un gobierno con una plataforma como la manejada por Andrés Manuel López Obrador –y que tuvo en el sector artístico y cultural un fuerte apoyo— haría una mayor inversión en el terreno cultural o, por lo menos, estimaría un presupuesto igual al vigente. Antes que la diatriba o el elogio, lo que urge es el análisis detallado, informado y argumentado de lo que se está proponiendo: qué se asigna a qué, qué se recorta a qué y dónde, cómo se nombra a qué y cómo se cruza ello con los indicadores macro. De primera intención, es claro que hay un recorte al gasto corriente (rentas, viáticos, telefonía celular, etcétera) y que las prioridades están depositadas en el paquete de acciones que se han denominado de «bienestar», que en el caso de la Secretaría de Cultura se traduce en Direcciones y programas muy concretos: la de Vinculación Cultural, Sitios y monumentos y Nuevas tecnologías, en cuanto a las primeras, y Nacional de reconstrucción, Cultura comunitaria, Desarrollo cultural, Protección y preservación del patrimonio cultural, Servicios educativos culturales y artísticos, Apoyos a la cultura y las becas, respecto a lo segundo. Lo anterior no está en contradicción con lo que sostuvo y ha sostenido Frausto y que concierne a aquello que ya señalé anteriormente: la continuidad del modelo vasconcelista. La pregunta es si el bienestar creará las condiciones para el ejercicio de una ciudadanía y democracia cultural.

Los lineamientos respecto a las modalidades de contratación implicarán a la Secretaría el enfrentar un problema heredado y que no se puede obviar más: la situación de la mayor parte de la plantilla laboral de museos y dependencias bajo el capítulo 3000, que es, precisamente, un contrato por honorarios. El escenario plantea dos alternativas: una, la aplicación de un transitorio en lo que se lleva a cabo la reorganización administrativa de manera que siga siendo posible aplicar la fórmula; o bien, hacer lo que se debió de haber hecho desde administraciones pasadas: crear plazas de estructura. Hasta el momento no ha habido declaraciones ni de la secretaria ni de los titulares del INBA y el INAH. Es un momento delicado, complejo y decisivo.

«Serán buenos tiempos para la cultura, ¿verdad?» Lo serán en la medida en que decidamos hacerlos nuestros. Y demanda trabajo. La nueva administración tiene su parte, a nosotros nos toca lo propio: la indiferencia es algo que no podemos permitirnos.

1 La instancia de la Organización de las Naciones Unidas responsable de las políticas de educación y cultura instrumentadas por la misma y, en teoría, observadas, por todos los países miembros.

 

 

Brenda Caro Cocotle

Es licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas, maestra en Museos y Doctora en Museum Studies por la Universidad de Leicester.

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