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Still de Sabemos cómo es el fuego, Daniel Monroy Cuevas, 1982-2018. Tomada de Vimeo.

Un proyecto de superficie. Por una teorización sobre el ver

Columna 17.10.2018

Daniel Montero

En su columna para Revista Código, Daniel Montero indaga sobre cómo se determina la visibilidad o invisibilidad de ciertas obras en el arte contemporáneo.

Desde hace algún tiempo han aparecido varios artículos y textos sobre la relación entre la visibilidad y la invisibilidad en el sistema del arte contemporáneo. Reflexiones como las que realiza Gregory Sholette en su ya famoso Dark Matter. Art and Politics in the Age of Enterprise Cultures (Pluto Press, 2011) o incluso el best seller de Remedios Zafra El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (Anagrama, 2017) hacen evidente que hay relaciones complejas que permiten que una imagen, obra o sujeto puedan ser vistas o no, y que se puedan insertar en cierto sistema de visibilidades. Acá en México se publicó en 2017 un artículo llamado Arte, poder y opacidad [8 tesis], escrito por Andrea Ancira y Neil Mauricio Andrade. El texto iba en esa misma vía y los autores señalaban la opacidad como un momento de resistencia frente a las demandas institucionales de transparencia; o las elaboraciones sobre «el aparecer» que ha realizado reiteradamente Helena Chávez y sus argumentos sobre la política.
El asunto —del que está por escribirse otro tanto— tiene que ver con la manera en que podría haber un momento que permite que unos sean más vistos que otros (imágenes, sujetos, obras o lo que sea), haciendo que, una gran cantidad de fenómenos queden en la oscuridad. Oscuridad que es la que, a su vez, permite una operación sistémica.
Lo que es interesante es que todo ello se ha mezclado con teorías de la imagen, del arte y de la subjetividad, derivando en una teorización codependiente: si yo veo algo es porque hay relaciones intersubjetivas y del lenguaje, pero también interinstitucionales, que hacen posible el mismo acto de ver. Todo ello tiene consecuencias morales, éticas, estéticas, económicas y un gran etcétera que pueden ser sintetizadas violentamente en tres preguntas: por qué vemos lo que vemos, cómo vemos lo que vemos, cómo nos afecta lo que vemos.
La respuesta a esas preguntas, de alguna manera resume cómo es que las imágenes aparecen ante mí e incluso cuáles son mis facultades para el ver. Así, teorías políticas, de la imagen, estéticas del arte pueden convivir en argumentos híbridos.
Ahora bien, más que aportar a la teorización sobre el asunto, e incluso más que una demanda por más opacidad o más iluminación que nos ayude aclarar algo; más allá de una descripción de cómo opera el sistema de visibilidades-invisibilidades, me gustaría volver a preguntar: en la actualidad, cómo vemos lo que vemos. Creo que hay una obra que permiten responder a esta cuestión (de manera parcial obviamente) y que teoriza ya, no solo en la relación iluminación-opacidad, sino más bien en la de continuo-discontinuo y que además sirve como un comienzo para pensar esa experiencia. Una evidencia de que lo que se ve está en un ejercicio selectivo y corporal que se da en un continuo opaco, pero transitable. La visualidad (y la visibilidad) de esa obra se da como persistencia óptica y ya no como resistencia de la imagen en un continuo de oscuridad. Persistencia que produce dobles. Es una teorización formalizada de que lo que vemos se in-corpora y se vuelve constitutivo de la manera en que vemos los fenómenos no solo físicos, sino sociales.
La obra Sabemos cómo es el fuego (2018), de Daniel Monroy Cuevas, que fue presentada este año en el espacio del ESPAC y forma parte de una serie de reflexiones que el artista ha hecho sobre la imagen, los medios y la forma en que los dispositivos y las máquinas nos permiten siempre, no solo mirar, sino que seamos conscientes de nuestra propia mirada histórica. La obra consta de dos partes divididas en dos salas.

En la primera sala, el artista mostraba un foco ennegrecido con hollín; además de una proyección de un foco real a través de un dispositivo óptico: dentro de una caja se encontraban el foco y un juego de lentes que, gracias a un haz de luz, proyectaban el foco en el muro. En palabras del artista, se trata de una imagen que corresponde a un objeto físico presente como si se tratara de una transmisión en vivo. Es una imagen que está fuera de la pantalla.
En la siguiente sala, que se encontraba completamente a oscuras, había un baner de leds en el que aparecían una serie de textos. Algunos de esos textos, en color amarillento, hacían referencia al comportamiento y el deber ser de las imágenes cinematográficas; y otros, en un color blanquecino, eran apuntes sobre el incendio de la Cineteca Nacional que ocurrió en 1982 y que destruyó parte del edificio, un acervo cinematográfico invaluable y dejó al menos tres muertos. Los textos aparecían y se desvanecían como lo hacen los subtítulos de las películas que se traducen. En el muro de atrás, incrustadas, habían unas bocas gesticulantes de yeso que solo se podían percibir por la intermitencia de la luz.

Más allá de los contenidos de los textos que iban y venían parpadeantes haciendo una referencia a una especie de cine sin imagen; más allá de los contenidos históricos-teóricos de los textos que permitían dar cuenta «del tema» que se estaba tratando, lo más complejo era cómo Monroy mostraba sin mostrar, en los parpadeos amarillos y blancos, que la imagen es sin imagen, es decir, es una especie de persistencia retiniana que se da en la reflexión (casi literalmente) de un momento trágico. En esta obra, Monroy apunta a algo que parece paradójico en la actualidad: en un mundo gobernado por la superficialidad (en todos los sentidos que pueda tener esa palabra) de la imagen, cómo es posible que aún pensemos que existe algo así como una interioridad imaginaria. A lo más que se aspira es la reminiscencia parpadeante del pasado como presente. Ya no es el fuego —porque ya sabemos lo que es— sino más bien el pulso y el haz lo que predeterminaría nuestra relación imaginaria.
En la obra de Monroy lo que llamaríamos profundidad se proyecta, como persistencia retiniana, hacia adelante, tal como el foco de la sala de la habitación anterior. Es la evidencia de que solo puedo ver en la relación texto-imagen-espacio-dispositivo y que lo que hace aparecer es siempre frustrante: en la búsqueda de una interioridad solo tenemos efecto de superficie como texto y proyección de luz como destello hacia adelante. Eso no quiere decir que lo que expresan los textos no sea constituyente de la obra, sino más bien, que en tanto puedo dar cuenta de lo que leo en forma de teoría, historia y comentario, lo que aparece ante mis ojos solo tiene sentido en la oscuridad. De nuevo, un cine sin cine, una imagen sin imagen, un continuo de oscuridad que solo se interrumpe por compases de luz emitidos en la superficie del baner. Tal vez ahí está el asunto: es una obra superficial en el sentido de que todo lo que «sale» de ella se circunscribe al parpadeo de los leds y no a una luz ni interior ni exterior. Pura acción contextual que queda como experiencia en el ojo para dar cuenta de que lo que veo solo tiene relación al lenguaje.
La obra de Monroy Cuevas pone en acción una teoría del ver contemporáneo. Pone de  manifiesto que lo que se puede ver actualmente es una especie de cúmulo de las formas del ver del pasado sintetizadas en sus medios, porque los dispositivos se dirigen cada vez más al efecto de la persistencia del ojo en la inmediatez en la que operan, enunciando un fenómeno al mismo tiempo que lo reitera. A la pregunta de cómo vemos en la actualidad, la respuesta que se ofrece es que vemos en la reiteración del fenómeno como efecto superficial (retiniano-psicologizante), como evidencia del dispositivo. Así, la dialéctica entre luminiscencia y opacidad no deja de operar, pero como señalaba más arriba no es una demanda de la una o de la otra. Es una condición del ver contemporáneo que pone en juego el deseo del ver cada vez más, cada vez mejor, cada vez más adentro, pero que siempre es proyectado sobre la superficie. Así, el ver contemporáneo es un proyecto de superficie.

Daniel Montero

Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Es autor del libro El Cubo de Rubik: arte mexicano en los años 90.

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