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Estudio fi arquitectos, Instituto Alumnos, 2018. Cortesía de Estudio fi arquitectos + Fundación Alumnos.

El cierre de la Fundación Alumnos y las dinámicas del mercado. Un cierre (in)esperado

Columna 05.12.2018

Daniel Montero

El reciente e inesperado cierre de Fundación Alumnos detonan esta reflexión sobre la precariedad laboral en el arte y la cultura.

La semana pasada y sin previo aviso cerró sus puertas la Fundación Alumnos (antes Alumnos 47) y dejaron de operar todos sus programas y convocatorias: la biblioteca, la biblioteca móvil, su proyecto curatorial y editorial, así como los de investigación educativa, el proyecto Sincrónico y la convocatoria del Blog de Crítica. Además clausuró los dos espacios con los que contaba: su primera sede ubicada en la calle Alumnos 47 en San Miguel Chapultepec y su recientemente inaugurado espacio localizado en Paseo del Pedregal 610. Además todos sus empleados fueron despedidos sin previo aviso.

El cierre de la Fundación, que ha sido manejado discretamente y que no ha generado ni una movilización masiva ni mucha información en la prensa ni en los medios de comunicación (apenas un breve apunte en el diario El Universal que cita escuetamente a «una colaboradora») ha sido recibida por la comunidad artística local con desconcierto no solo por lo inesperado del anuncio (que no ha sido oficial y del que yo me enteré por un correo de agradecimiento que enviaron algunos de sus miembros), sino por las características mismas de la Fundación: era uno de los lugares que tenía mayor continuidad y coherencia en el medio local y que, a través de los años, iba perfilando un modelo de apoyo al arte y a las dinámicas culturales que se expandía, no solo con su nueva sede, sino por su modelo artístico-educativo. Modelo que permitía al mismo tiempo un trabajo colaborativo e interdisciplinar enfocado a la educación desde las artes, y un trabajo interinstitucional que posibilitaba una articulación de diferentes agentes y programas.

Pedro Ceñal Murga, Roberto Michelsen Engell y Adrián Ramírez Siller / Fundación Alumnos 47, Pabellón Kkiioosskko. 2018. Fotografía de Arturo Arrieta. Cortesía de Archdaily.

El cierre de la Fundación además es paradójico porque se creería que un proyecto que enunciaba nuevas formas pedagógicas e investigación artística y que redefinía conceptos artísticos y dinámicas de intervención —generando redes de apoyo dentro y fuera del mundo del arte— no estaría sometido a tales arbitrariedades. Pero parece que en el país, más que ser una excepción, sea cual sea el proyecto, esas arbitrariedades se presentan mostrando que en la relación arte-cultura-inversión privada siempre es esta última la que lleva los designios y no un proyecto artístico-cultural en función a su inversión. Y no es que eso sea bueno o malo de principio. En una economía en donde la inversión privada en el arte y la cultura predomina sobre la pública como en los Estados Unidos (en el 2014 solo el 4 por ciento de la financiación del arte en ese país era pública a través de National Endowment fot the Arts1), en la que las formas administrativas están regidas por la noción de «libertad» —que en ciertos momentos vincula la libertad creativa con la de mercado— existen mecanismos de incorporación y desincorporación laboral más allá de la consabida exención de impuestos.

El asunto es que el cierre de la Fundación Alumnos es el epítome de la precariedad local: laboral, cultural, gremial pero, sobre todo, legislativa en cuestiones sobre arte y cultura. Dicha precariedad no permite ni un debate público ni una auscultación en relación a la inversión privada en la cultura del país. Es evidente que la inversión privada es importante para la cultura local porque, además de hacer posible eventos de diferentes tipos que van desde conciertos a exposiciones, pasando por foros de debate e incluso la misma producción de obras, emplea a una gran cantidad de personas y permite realizar proyectos que de otra manera no serían posibles. Además genera proyectos con nociones diversificadas de arte y cultura que permiten un debate al respecto de la pertinencia de tales o cuales prácticas. Sin embargo, el cierre de la Fundación hace preguntarnos cuál es el verdadero fin de esos lugares e instituciones. Cuál es el proyecto cultural o artístico que imaginan. Cuál es su agencia dentro de un campo tan desprotegido y cuál su responsabilidad una vez asumen un proyecto de esta naturaleza.

Interior de salones de clase. Cierre de Fundación Alumnos.

Estudio fi arquitectos, Instituto Alumnos, 2018. Fotografía de Onnis Luque. Cortesía de Estudio fi arquitectos + Fundación Alumnos.

El periodista cultural y editor Edgar Hernández hacía un apunte en relación a esta situación refiriendo momentos importantes en los que la inversión privada ha tomado decisiones de ese tipo: la apertura y posterior incorporación del Museo Tamayo al INBA por problemas de gestión, el cierre del Centro Cultural Arte Contemporáneo (1998) que pertenecía a Televisa, el cierre del Museo de Monterrey (2000) que pertenecía a FEMSA, el cierre de La Planta Colección de Arte Contemporáneo Omnilife (2008) y por supuesto el cierre de la Fundación Alumnos este año. Todos estos lugares tienen un elemento en común: empezaron con una colección privada. Dentro de los más visibles y que aún comparten un esquema similar son la Fundación Jumex que tiene un museo y que sigue dando becas para estudio y publicaciones, y la Colección Coppel, patronos del jardín botánico en Culiacán. Por supuesto hay otras instituciones que a partir de patrocinios, becas y museos han logrado generar agendas particulares y han apoyado o hecho aportes importantes al arte y la cultura: la Fundación Bancomer, el Patronato de Arte Contemporáneo, el CASA, la Fundación Alfredo Harp Helú, entre muchos otros, cada uno con sus singularidades. Precisamente reconocer las particularidades de estos lugares hace aún más apremiante abordar el asunto desde diferentes puntos de vista: político, económico pero tal vez de manera más urgente, simbólico. Un debate que nadie propone y en que al parecer nadie quiere participar.

Por ejemplo, es claro que no es lo mismo tener una colección particular de arte a tener un museo, una fundación o una escuela o dar dinero o un pago en especie a una institución ya existente. El estatus de lo público y lo privado no es igual y, por supuesto, la relación con los diferentes valores que puedan tener cada una de esas iniciativas es variable. Todo ello se traduce en formas de agencia y de responsabilidades políticas dentro del campo. He ahí la particularidad del caso de la Fundación Alumnos. A pesar de que Moisés Cosío, el dueño de la Fundación, tiene una colección de arte, las dinámicas del lugar nunca priorizaron las obras como el eje principal. El proyecto inicial daba la clave de todo: una biblioteca de arte contemporáneo fija y una ambulante. Alrededor de las bibliotecas, es decir, alrededor de un conocimiento específico sobre un tema que era a la vez fijo y móvil, la idea de la Fundación siempre estuvo en función de la problematización del conocimiento desde el arte. Así, los proyectos que les siguieron estaban guiados en mayor o menor medida por una pregunta: cuál es el arte contemporáneo que se puede producir desde la evidencia de una práctica colectiva, más allá de sus momentos de pura visibilidad pública dentro del campo del arte local. Tal vez por eso es que parece tan extraño su cierre.

Interior de una estructura de metal. Cierre de Fundación Alumnos.

Biblioteca Móvil de Alumnos47. Cortesía de PRODUCTORA.

Es muy probable que muchas personas que lean este texto sabrán de lo que estoy hablando porque participaron en mayor o menor medida de alguna de sus iniciativas. Sin embargo, a partir de la breve nota que publicó El Universal y de lo que se puede leer en algunas cuentas de Twitter que tienen conocimiento del caso de primera mano, se hace patente que incluso los proyectos más interdisciplinarios y pedagógicos pueden responder a lógicas laborales precarias. Lo que no se entiende es por qué antes nadie dijo nada. «Nos hicieron firmar una carta de renuncia voluntaria con el argumento de que la Fundación cerraría sus puertas y bajo amenazas para que guardaran silencio», dice una empleada en la nota de El Universal. Además las condiciones del despido fueron deplorables: «la semana pasada nos avisaron que la Fundación cerraría sus puertas, y un equipo de contadores llegó con la abogada para liquidarnos. Nos hicieron firmar unas cartas de renuncia voluntaria y nos liquidaron sin antigüedad, ofreciéndonos nada más que tres meses de sueldo. Algunos de los trabajadores llevaban siete años, otros cuatro, y fue tiempo completo y con horas extras sin ser pagadas sin seguridad social ni ningún tipo de prestaciones de ley», dice la misma nota.

Es evidente que incluso dentro de las instituciones que promulgan la colectividad y la crítica desde el arte, son las condiciones del mercado las que marcan la pauta. Ese asunto que, vuelvo a repetir, no está mal de principio si hubiera seguridad laboral del algún tipo, hacen pensar en la precariedad que ofrecen el arte y la cultura en el país, un asunto que es urgente corregir y tomar medidas para garantizar la condiciones laborales mínimas en esos puestos. La pregunta que queda es, si se aplica cierta regulación no solo para garantizar la continuidad de los proyectos o en dado caso su término digno, ¿qué empresa privada participaría en ello? Es un asunto que toda la comunidad artística debería asumir con un debate en serio, incluyendo un lobby en la cámara de diputados para legislar oportunamente aprovechando la coyuntura política. Pero, por ahora, habrá que esperar la próxima arbitrariedad.

1 Who Should Pay for the Arts in America?, The Atlantic, enero 13, 2016. Disponible en línea.

Daniel Montero

Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Es autor del libro El Cubo de Rubik: arte mexicano en los años 90.

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