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Paloma Contreras, Cimarrón. Foto: Pequod Co.

Arte y tiempo muerto: Una visión de las artes desde el confinamiento

Columna invitada 29.07.2020

María Minera

Con la pandemia y el uso de internet, varias preguntas están en el aire. ¿El arte ha sido reducido a la dimensión de entretenimiento? María Minera reflexiona sobre el arte en el confinamiento.

Desde que comenzó la cuarentena (que ya dizque acabó), y los ciudadanos nos dispusimos a administrar, disciplinadamente, nuestro pasmo, se ha hablado mucho de que es gracias a las artes que no nos hemos desquiciado del todo, pues éstas nos han ayudado, bienhechoras que son, a huir de nuestras cabezas atribuladas, aunque sea por unas horas. Este argumento se está usando por todas partes, pero en México tal vez un poco más, puesto que sirve para defender la producción artística que, lo sabemos, está siendo seriamente atacada. Solo por eso no debería echarle tierra al asunto, pero me parece que, en realidad, no es de gran ayuda reducir el arte a su dimensión más elemental, que es la del entretenimiento. Digamos que esto no hace sino apuntar en una sola dirección: si el arte puede sobrevivir como un pasatiempo a distancia, ¿para qué tomarse entonces tantas molestias? Cerremos de una vez los museos y los teatros, ¿no? Imposible generalizar cuando el grupo de control es la humanidad en toda su amplitud, así que tan solo haré una vaga suposición: la inmensa mayoría de la gente no está aprovechando la cuarentena para leer la poesía completa de Denise Levertov y, acto seguido, sumergirse en el universo de Hiroshi Teshigahara. No, la gente está viendo Netflix. Punto. Después de superada la confusión inicial, se regresó a lo de siempre, pero intensificado. En lugar de suponer una alternativa al estilo de vida capitalista anterior, la cuarentena nos arrojó al consumo, o al anhelo de consumo, más o menos desenfrenado, de cosas con las que buscamos, desesperadamente, cubrir, nuestra boca, en primer lugar, y luego toda clase de nuevas necesidades que han ido apareciendo con el paso de los meses; una de ellas, ocupar el tiempo muerto. Ciertamente, no solo a nuestro presidente le vino como anillo al dedo la propagación, vertiginosa e incontenible, del SARS-CoV-2; también, y sobre todo, a las big tech, que estaban ahí, esperándonos con los brazos abiertos. Ni en las fantasías más inconfesables de Jeff Bezos podía haber tenido cabida antes la posibilidad de que el mundo entero se viera, de un solo golpe, orillado a comprar todo en su tiendita en línea. Pero me estoy desviando del tema. Eso, pues, que ha evitado más de un ataque de pánico se llama «control remoto». Un tenmeaquí misericordioso y brillante, pues. Y no es vil purismo. Claro que hay atisbos de arte un poco más complejo en mucho de lo que nos ofrecen las plataformas. No se nos olvide lo expansivo que puede ser el arte y el jugo infinito que sabe sacarle la industria del ocio a los modos que ha ido inventando. Me temo, no obstante, que esta vez sobre todo se trata de anestésicos diversos. ¿Y cómo podría ser de otro modo? Ya es bastante tener que lidiar con el miedo a morirnos a cada minuto, o, mejor, con el miedo a quedarnos nada más que con nuestros propios pensamientos acerca del miedo a morirnos, que no es cosa pequeña, como para tener que andar hurgando trabajosamente en los sentidos ocultos de algunas obras de arte. Supongo, entonces, que el solaz difícilmente puede venir de allí, sino del espacio, cómodo y familiar, de las telenovelas (de mayor o menor prestigio) que nos conmueven porque ya han conmovido a otros mil veces antes —en el reino de los likes eso es oro. Es decir, las fórmulas probadas. Pero también, aceptémoslo, en el encierro no somos los que éramos antes: nuestra capacidad de concentración se presenta ahora entrecortada y más bien a la baja –porque, digámoslo ya, lo que estamos viviendo tiene de vacación permanente lo que tirarse de un bungee tiene de terapia de relajamiento. Es como si el tiempo se hubiera dilatado y ahora tuviéramos que medirlo todo en años perro. Laaaa paaaaaandeeeeeeemiiiiiiaaaaaaaa. Cálculo apresurado: una página equivale ahora más o menos a siete.

Esta discusión, sin embargo, se parece demasiado a otras que hemos tenido antes acerca de si la experiencia del contacto directo con las obras del arte puede lograrse por otros medios, con alguna eficacia. Cada vez que una tecnología llega para ofrecernos una cercanía diferida con esas formulaciones estéticas, surge a la par una encendida polémica entre los expertos, que, por otro lado, nunca termina por descarrilar aquello que, casi siempre, es recibido con entusiasmo por los públicos. La aparición del tocadiscos versus los conciertos en vivo; la reproducción de pinturas en libros frente a la posibilidad de percibir el espesor y la furia de las pinceladas (y hasta el olor de los pigmentos, si me apuran); la gran pantalla de cine a oscuras contra la grosera luz del televisor… Los conocedores opinan que cada uno de esos avances representa en realidad un descenso a una experiencia cada vez más borrosa y rebajada: la música en vivo, por ejemplo, siempre será, en términos de fidelidad, el punto más alto, desde el que se llega, alejándose a toda velocidad y pasando por el elepé y el cedé, al subsuelo de las notas diluidas de un celular intentando reproducir el Réquiem de Mozart. Hay que decir que los que no tenemos oído absoluto no nos damos, de hecho, cuenta de nada de esto (qué bendición: una cosa menos de qué preocuparnos). De cualquier modo, esos debates y titubeos se dirimen al final en solitario y cierran siempre con un simple sí o un no. El no es no. Pero el sí tiene que ver, por un lado, con hacer las paces con la realidad y, por otro, con reconocer que el arte no se agota en las obras (cuadros, libros, partituras), sino que persiste en lo que éstas hacen con y por nosotros; en sus efectos, pues, que no son otra cosa que la inmersión del hecho artístico en nuestras vidas. El modo en que las obras operan al nivel de la experiencia tiene, en efecto, menos que ver con la forma que toman que con la promesa de recorrido que nos ofrecen. Y, así, que alguien se sienta súbitamente tentado a andar por ese trayecto es lo que desata el mecanismo de su posible funcionamiento. De modo que hasta un iPad puede ayudarnos a reactivar las relaciones, de todo tipo, que establecemos, si bien de manera temporal (y, por tanto, cambiante), con esa esfera vaporosa a la que llamamos arte.

Insisto, el aislamiento (eso que, yendo a la raíz, nos convirtió en islas) acentuó nuestra dependencia de los aparatos que nos conectan con el mundo y que, ahora, nos permiten escapar, o creer que lo hacemos, precisamente, de la condición insular, que amenaza con prolongarse por los siglos de los siglos (según los nuevos perros). Pero la verdad es que, desde antes, muchos ya engrosaban las listas de voluntarios del gran experimento denominado De este sillón no me mueve nadie; el cual, por cierto, nos ha dejado ideas pintorescas del tipo «las series de televisión son el nuevo cine», «en internet está todo», «la tecnología de 360° es como estar ahí» (suponiendo que ahí es un lugar pandeado y oblongo). Es decir que la infatuación era ya aguda y comenzaba a amenazar la vida extrainsular. Y eso que todavía estamos en una fase que se antoja muy preliminar: en todo Zoom hay alguien que no se oye o no se ve; las escuelas en línea no consiguen mantener a nadie concentrado por más de diez minutos (menos a los niños de kínder, por mucho que la maestra cante y se disfrace de pato); los videos «inmersivos» se tardan tanto en cargar que desistimos de verlos; algunos sitios de plano colapsan; lo que compramos por internet llega tarde y nunca es del todo como lo habíamos imaginado. Cuando Monsiváis escribió que «la modernización es, digamos, una sociedad computarizada pero inmóvil» no podía saber que, en realidad, estaba ofreciendo la descripción perfecta de la cuarentena: muy moderna, cómo no, pero totalmente paralizada. En fin, lo cierto es que todo apunta a que estaremos irremediablemente saltando entre regímenes en línea y formatos híbridos de aquí en adelante, así que más nos vale irnos acostumbrando.

Pocas catástrofes empiezan catastróficamente. Más bien, se van instalando de a poco, hasta que ya son horribles. Con el o la –todavía no nos podemos de acuerdo– COVID-19 pasó lo mismo: parecía una cuestión que iba a resolverse en unas cuantas semanas y, ay, cómo hemos tenido que trabajar para amortizar esa esperanza. Parte de ese esfuerzo se tradujo en que las plataformas en línea del mundo del arte se lanzaron en masa a especular acerca de las posibilidades de seguir existiendo del otro lado del espejo. Recorridos virtuales, visitas guiadas en línea, charlas por Zoom, rescate de videos olvidados y de obras hechas específicamente para la red en la década de 1990 (mucha estética Pac-Man), podcasts, etcétera. Sospecho que estamos a años luz de saber qué carajos haríamos si realmente esto se postergara por mucho tiempo más. Lo que hemos podido ver es lo que ya sabíamos que podía hacerse en internet. Se agradece, claro, que algunas instituciones hayan echado la casa por la ventana, como el Museo Metropolitano de Nueva York, que además de realizar una serie de videos envolventes por las salas del museo, ha abierto buena parte de su archivo, lo cual es una delicia. Pero, en realidad, lo que mejor ha funcionado no ha tenido que ver con grandes despliegues tecnológicos, sino con artistas que simplemente hacen bien su trabajo. Pongo dos ejemplos.

Por un lado está Los miedos ancestrales pueden volver, de Paloma Contreras, que puede verse en la página de la joven galería Pequod Co. Lo más simple que puede decirse de este trabajo de Contreras es que combina texto y dibujo. En ese sentido, el uso que hace de la tecnología es mínimo: se trata de un ejercicio bidimensional bastante clásico, en el que palabras y trazos son desplegados sobre una suerte de largo pergamino. Pero eso no le quita un pelo de interés. De hecho, hay muchos pelos en este relato. Ya no puedo explayarme mucho más, así que solo diré que hace tiempo que una obra de arte no me sacudía de este modo y ni siquiera sé bien por qué –como debe ser. Desde luego, no porque recurra a fuegos de artificio digitales. Más bien, tiene que ver con los miedos que vuelven y, horror, estamos despiertos. Supongo que no hay peor pesadilla que esta: intentar despertar y al hacerlo descubrir que los monstruos siguen allí.

Arte y pandemia. Exposición.

Vista general de la exposición El pantano de las ánimas, de Paloma Contreras en Pequod Co., 2020. Foto: Pequod Co.

Y termino con Historias propias <desde casa>, un proyecto de Lorena Wolffer, que también se sirve de internet, para recoger una colección de vivencias de niñas, jóvenas y mujeres cis y trans durante la pandemia. La intervención cultural participativa, como la llama la artista, consiste, por un lado, en la invitación a que ellas envíen fotos o textos que nos permitan asomarnos a los interiores de casas y departamentos en los que transcurre la vida cotidiana, cuando cotidiano es que esos metros cuadrados equivalgan al mundo entero. Ante la supresión del espacio público, el espacio doméstico cobra una dimensión de experiencia absoluta (y por tanto a ratos asfixiante): no hay nada más que eso. Y en contra de los dichos cursis que señalan que el hogar es donde esta la seguridad, la familia, el amor, etcétera, Wolffer asume que en realidad puedan ser sitios capturados por la violencia, pues el encierro obliga «a muchas a convivir con sus agresores por largos periodos de tiempo y/o a asumir cargas de trabajo y responsabilidades aún mayores, como encargadas habituales» de los cuidados en general. Más que nunca: un «conocimiento situado» que, en un siguiente momento, la artista comparte con otras y otros, por correo. A diferencia de algunos proyectos que circulan en las redes, donde sobre todo se enfatiza la mirada de adentro hacia afuera (la vista a través de la ventana), aquí, la perspectiva inversa nos permite acompañar los diversos procesos personales de aislamiento, desde un territorio que no busca romantizar, y menos glamurizar, las imágenes (sobre todo hay imágenes, mucho más que textos) sino simplemente acercarnos a esas otras realidades que se parecen demasiado a la nuestra.

Arte y pandemia. Casa

Los espacios de Zelda, Jonathan y Johanna, del proyecto Historias propias , de Lorena Wolffer, 2020. Foto: Desde casa.

 

 

 

 

María Minera

Crítica e investigadora independiente. Desde 1998 ha publicado reseñas y ensayos en una diversidad de revistas culturales y medios como El País, Letras Libres, La Tempestad, Otra Parte y Saber Ver, entre otros). Actualmente trabaja en el libro Paseo por el arte moderno, una introducción al arte del siglo XX para jóvenes lectores (Turner).

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