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Rojkind Arquitectos. Cineteca Nacional, (2014). © Paul Rivera

De Fox a Peña Nieto. ¿Hacia dónde va México en 2017?

Opinión 02.01.2017

Alejandro Hernández

Alejandro Hernández revisa de qué forma se relacionan los proyectos arquitectónicos de gran escala con la política de cada sexenio en México.

Los faraones construían pirámides; los papas, catedrales; los reyes, palacios o castillos para honrar a sus dioses o a sí mismos y protegerse. En las democracias, los gobernantes construyen infraestructura, desde la más dura: caminos, presas o aeropuertos, hasta la más vistosa: museos, centros culturales o salas de conciertos. Dicen que, en principio, no conciben esas obras como monumentos a su propia gloria —lo que nunca hay que creer del todo—, pero es muy probable que las consideren como una forma de pavimentar el camino que los llevará de un cargo político a otro mayor. O, si fuera el caso, a su reelección. Claro que la obra pública tiene otras motivaciones, acaso más nobles, como mejorar las condiciones generales de vida o acelerar la economía y la generación de empleo, pero casi nunca están libres de otros propósitos menos claros.

En un estudio publicado en 2014 por el Departamento de Economía de la Universidad de Zúrich bajo el título «Highway to Hitler», Nico Voigtländer y Hans-Joachim Voth afirman que «la idea de que el apoyo político puede comprarse tiene un largo linaje: desde los emperadores romanos hasta los políticos electos democráticamente, el pan y el circo se han usado para impulsar la popularidad de los políticos». Ambos autores aseguran que existe evidencia mezclada sobre los efectos que los programas gubernamentales y gastos en infraestructura tienen directamente en las elecciones realizadas en regímenes democráticos más o menos sólidos. Sin embargo, en democracias débiles o en gobiernos autoritarios que, más que ganar, buscan “demostrar” el apoyo popular, la relación parece más clara. De acuerdo con el estudio, entre la elección de noviembre de 1933 y el referéndum de agosto de 1934 acontecidos en Alemania, una de cada diez personas que se oponían al régimen nazi cambiaron de opinión y votaron por Hitler en las mismas zonas geográficas en las que se construyeron autopistas durante ese período. Y aunque reconocen que confluyeron muchas otras razones, como la presión social o la intimidación, se dedujo que los gastos en infraestructura bien pueden generar «apoyo electoral» y «ganar la mente y el corazón del pueblo», además del efecto propagandístico de ser «pruebas concretas de la capacidad organizativa del régimen».

Construir es una doble muestra de poder: el poder más o menos abstracto del que manda y controla, y el poder concreto y pragmático del que “puede”. A propósito también de los nazis y haciendo una referencia tanto a Ernst Jünger como a Elias Caneti, la filósofa francesa Sylviane Agacinski aborda el «paralelo entre los despliegues de fuerza necesarios para la construcción de grandes edificios —pirámides, catedrales— y aquellos que son necesarios en la guerra», otra empresa que tiene entre sus efectos y, probablemente, entre sus causas no confesadas, acelerar la economía y unificar al pueblo alrededor de un mismo objetivo.

Durante buena parte del siglo XX, en México los grandes programas de obra pública eran una estrategia de los gobiernos “revolucionarios” que compartían los objetivos antes mencionados: buscar acelerar la economía a través de la modernización de país y demostrar la capacidad de acción del régimen. Por otro lado, esas obras también establecían vínculos directos —clientelares— entre el gobierno y quienes la aprovechaban: no sólo el pueblo que las utilizaría, sino además quienes las construían y proyectaba. Con todo, la “estabilidad” de la revolución institucionalizada permitió y hasta impulsó proyectos de largo aliento, incluso transexenales, como carreteras, aeropuertos o la construcción masiva de escuelas, hospitales, mercados y vivienda de interés social. La cosa cambió con la llegada de la “alternancia democrática” —términos que, en nuestro país, son o un eufemismo o una exageración. No sólo el tiempo para construir las grandes obras y demostrar la efectividad de un gobierno en turno se acortó, sino que los vínculos entre el electorado y “sus candidatos” se hicieron más flexibles y, a la vez, complejos. Nuestra incipiente democracia, en lugar de aclarar quién gana qué, hizo las negociaciones más turbias y los resultados más dudosos. Algunos ejemplos en tiempos de democracia: el Museo Nacional de Antropología se terminó en diecinueve meses, desde la instrucción presidencial hasta el corte de listón —incluyendo el proyecto, la obra, el guión museográfico y la reunión de la colección del museo. Por su parte, Vicente Fox no supo concretar un nuevo aeropuerto que proponía y la Terminal 2 que mandó hacer no se terminó a tiempo. O la Biblioteca Vasconcelos, que la inauguró de prisa para que después, acabado su período como presidente, se tuviera que cerrar durante año para completar la obra. Felipe Calderón, distraído con la absurda guerra contra el narcotráfico que inició sin saber cómo pelear, no logró terminar el monumento al bicentenario de la independencia, construyó la barda más cara de la historia para proteger una refinería que prometió sin siquiera iniciar, y varias obras de infraestructura cultural que emprendió no se terminaron de manera adecuada.

El actual gobierno de Enrique Peña Nieto no parece ir por mejor camino. Las obras que marquen más su sexenio serán probablemente la «Casa Blanca» de su esposa [Angélica Rivera], la otra casa de su ex secretario de hacienda [Luis Videgaray] o el rancho del gobernador prófugo [Javier Duarte] al que alguna vez puso como ejemplo del nuevo PRI.

Además de esa evidente ineficiencia que va sembrando el país con obras sin terminar, mal hechas o francamente innecesarias, los nuevos proyectos no parecen tener ninguna relación con las posiciones políticas o ideológicas de quienes las encargan. Si bien no hay presas u hospitales que de izquierda o de derecha, se esperaría que ciertos gobiernos apostaran por obras con mayor beneficio social que otros. O que, digamos, unos invirtieran más en el transporte público que en calles y autopistas para el transporte privado. No ha sido así. Los viaductos elevados son la obra preferida de los gobiernos de izquierda —López Obrador y Ebrard en el ex Distrito Federal—, derecha —Moreno Valle en Puebla— y el resto Peña cuando fue gobernador del Estado de México. Da igual si los números muestran que la mayoría de la población usa algún tipo de transporte público y no el automóvil, quizá por su aparatosa visibilidad —tan evidente como su inutilidad, probada en muchas ciudades del mundo donde hoy se demuelen— y porque sirven a cierto grupo socioeconómico que, aunque minoritario, tiene peso político, las vías elevadas son el primer recurso del gobernante como constructor. Pero sobre todo, la predilección por este tipo de obras, muchas veces realizadas en asociación con inversionistas privados, parece depender de la opacidad con la que se ejecutan. Con suspicacia se piensa que hoy el verdadero objetivo de estas obras no es generar riqueza pública, sino incrementar el patrimonio de unos cuantos y abonar a las campañas de quienes las encargan, ya no sólo simbólicamente sino con recursos financieros. Si así es, ya no tiene sentido aquello de «por sus obras los conoceréis». O sí: como dice la sabiduría popular, «todos son iguales».

Alejandro Hernández

(@otrootroblog) es arquitecto. Ha colaborado para periódicos y publicaciones como Reforma Letras Libres. Coautor del libro 100×100 Arquitectos del Siglo XX en México (2011), y autor de Sombrillas, sombreros, sombras [de los principios de la arquitectura] (2013). Actualmente es director editorial de Arquine.

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