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Ensayo: Wes Anderson, Nicolás Pereda y la repetición

03.07.2014

Casi con seguridad es imposible determinar cuántas poéticas tiene el cine. Se puede apostar por algunas: las persecuciones, las repeticiones, los tiempos alternos, las reconfiguraciones del mundo físico para crear mundos ficticios, las reconfiguraciones del mundo físico para el pensamiento… Por esta vez quedémonos con la repetición.

El cine, entre muchas otras cosas es una máquina, un aparato de repeticiones. Gracias a ellas reconocemos los géneros, por ejemplo. Gracias a ellas pueden establecerse genealogías. Thomas Vinterberg, por ejemplo, repite, recrea, una secuencia de Fany y Alexander (Ingmar Bergman, 1982) en La celebración (1998). Aún así son pocos los cineastas autorales que trabajan con la repetición como rasgo estilístico. Quedémonos con dos, norteamericanos en el sentido amplio, más o menos de la misma clase social: Nicolás Pereda y Wes Anderson. Y pongamos como marco teórico una fracesita de Gilles Deleuze:
«[l]a repetición más exacta, la más estricta, tiene como correlato el máximo de diferencia» (Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, 2002).

Nicolás Pereda, sobre todo desde Perpetuum mobile (2010), la ha utilizado como una estrategia creativa fundamental, junto con la difuminación, tan en boga, de las fronteras entre lo ficcional y lo documental. Para ser justos, habremos de olvidar el reparto mínimo de actores con el que ha trabajado (Gabino Rodríguez, Teresa Sánchez, Luisa Pardo). Habremos de quedarnos en lo diegético: sus personajes repiten líneas y acciones, hay sucesos que acontecen más de una vez en sus películas.

Es más difícil determinar cuándo comenzó a utilizar las repeticiones Wes Anderson.  Para ser justos, habremos del olvidar el reparto de actores con el que ha trabajado en más de una ocasión (Bill Murray, Owen Wilson, Jason Schwatzman…). Habremos, una vez más, de quedarnos en lo diegético: las relaciones interfamiliares que son fundamentales en gran parte de sus películas, la reapropiación de algunas estrategias narrativas del cine estadounidense clásico; hay sucesos mínimos que acontecen una y otra vez, a punto de llegar al límite de la tolerancia del espectador, en particular en El Gran Hotel Budapest (2014), donde una situación (un conserje que encomienda una labor importante a un subordinado para atender una llamada telefónica) o un argumento («¿Monsieur Gustave? Sígame») puede acontecer cinco o seis veces seguidas.

Recordemos que «[l]a repetición más exacta, la más estricta, tiene como correlato el máximo de diferencia». Es decir, que la más contigua, la más cerrada, es la que varía más en el rango más minúsculo. Si esto fuera una competencia, Wes Anderson llevaría la delantera. Pero eso es una bobada. Aunque me simpatiza más su obra, compararlo con Nicolás Pereda sólo resulta relevante en la medida en que una estrategia del cine popular –y de las artes industriales en general– abre un panorama sobre el trabajo autoral en la cultura de masas –por más que las masas a las que apela Pereda sean chiquititas. Un panorama es un espectro de posibilidades. Dentro de este espectro podemos reconocer a dos autores que confían en la capacidad del espectador de relacionarse con las repeticiones, de darles sentido. Y aún más: de divertirse con ellas, de reírse de ellas.

Un rasgo común en el cine de ambos autores, en medio de sus estrategias narrativas diferenciadas, dirigidas a públicos diferentes, es la confianza en un espectador activo, que sabe reconocer el exceso intrínseco en la repetición y que sabe divertirse con ella. Muy a menudo quienes estamos interesados en, quienes estudiamos, los fenómenos de la cultura nos interesamos más en el público ilustrado, más apto para interpretar fenómenos complejos o juzgados por nosotros como complejos según el canon del gran arte. Y sin embargo los grandes públicos son tan capaces, desde sus marcos de conocimiento, de relacionarse con el mismo tipo de información cuando proviene de un texto, un fenómeno estético, más cercano a su experiencia cotidiana.

El cine desde sus inicios ha transformado la relación entre la cultura popular y la cultura ilustrada reutilizando estrategias de la segunda para crear fenómenos masivos. Cualquier estrategia compleja colocada en una narrativa accesible (como las de Anderson) puede ser interpretada con pertinencia. También, muy a menudo, consideramos la radicalidad de una propuesta con base en su lejanía con respecto a los contextos interpretativos más cerrados, cultos. Al inicio del texto hablaba de las poéticas del cine, que siendo un fenómeno transversal, es decir democrático, permite usar una misma estrategia en productos dispares, en obras dispares. En este sentido estamos frente a un arte que nos obliga a replantearnos constantemente nuestras certezas, nuestras respuestas. Y qué mejor que mantener las preguntas abiertas.

[3 de julio de 2014]

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