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Carlos Reygadas, Batalla en el cielo (2005)
Carlos Reygadas, Luz silenciosa (2007)
Carlos Reygadas, Japón (2003)

Japón: Sobre comparar a Reygadas con Avengers

22.09.2015

Abel Muñoz Hénonin

Voy a repetir el cierre de mi entrega anterior: Es absurdo que los cineastas con búsquedas autorales puedan robarse grandes tajadas de taquilla a menos que quieran jugar bajo las reglas del mercado, como Luis Estrada. Sería un acto de responsabilidad para los directores asumir que su público es limitado, que intenten conectar con él y que dejen de quejarse por algo tan absurdo –aunque llamativo mediáticamente (newsworthy, en términos académicos)– como que los blockbusters van a matar al cine mexicano. La pregunta es: ¿dónde están sus audiencias y cómo llegar a ellas?

Partir de los blockbusters del mundo anglosajón (casi siempre estadounidenses, pero recientemente también ingleses y neozelandeses) es un engaño conceptual: ni el resto del cine estadounidense en Estados Unidos, ni el cine francés en Francia, ni ningún género o tradición fílmica puede competir con ellos sino por excepción (como en el caso de No se aceptan devoluciones en México en 2013). Los blockbusters, como los iPhones, como las hamburguesas de McDonald’s, están hechos bajo la lógica devoradora del capitalismo de emporios trasnacionales. Todo mundo tiene algún producto Mac, todo mundo ha comido en McDonald’s, todo mundo vio Avengers: La era de Ultrón. Y, en México, también todo mundo tiene una playera de tianguis, comió en una fonda y vio una pelócula nacional (con mayor probabilidad de ser “romántica” o cómica, en una de las grandes cadenas).

La lógica del capitalismo global es homologante, la del consumo local heterogénea. Y es precisamente en la diversidad de lo pequeño cuando se asiste a funciones de cine autoral nacional; excepcionalmente en las cadenas nacionales, generalmente en cinetecas, cines independientes y festivales.


Tráiler de Japón (2003), de Carlos Reygadas

 

Tal vez la confusión que invita a comparar el cine con intenciones artísticas con los blockbusters se deba a que son dos modelos hegemónicos globales en competencia: el de los grandes mercados y el de la “alta” cultura. Es decir, el de la clase capitalista y el de la clase ilustrada, que rara vez son la misma cosa. La “alta” cultura, bajo la forma de letra impresa, fue uno de los primeros mercados globales, accesible sólo a los ilustrados, incluso antes de que se acuñara el término Ilustración, de que su proyecto se convirtiera en una utopía y de que quedara claro que las masas nunca van a correr a abrazarla agradecidas y lagrimeantes porque hay muchas otras cosas, más mundanas tal vez, también deseables.

En el caso de las imágenes en movimiento está muy claro que si, por un lado, los productos diseñados para ser éxitos transnacionales son más deseables para los consumidores que los productos autorales, estos últimos tienen un público global y conocedor de la tradición fílmica de autor, al menos parcialmente.

batalla en el cielo

Carlos Reygadas, Batalla en el cielo (2005)

La tradición fílmica, en general, y la tradición fílmica de autor o de arte no son la misma cosa y es indispensable remarcarlo para escapar de la confusión que invita a comparar a Carlos Reygadas con El Señor de los Anillos. Cuando, por ejemplo, Theodor W. Adorno escribió: “En cada una de mis idas al cine salgo un poco más estúpido y más maligno a pesar del perfecto estado de alerta sobre mí mismo”, estaba juzgando películas como novelas, o como óperas. En parte, porque aunque fuera un pensador de izquierda era un burgués reaccionario que despreciaba las expresiones populares –y el cine comenzó como un espectáculo popular–, y en parte porque en 1951, cuando salió Minima moralia, de donde proviene la cita, el cine de autor era apenas un proyecto impulsado por una revista que apareció por primera vez ese mismo año, la Cahiers du cinéma. Si bien ya habían cineastas que eran indudablemente autores y la idea había estado rondando desde la década de 1920, no fue hasta que se estableció el lugar del director como artista, equivalente al compositor o al novelista, que la tradición ilustrada pudo absorber el cine dentro de su lógica. Hacía falta un vaso comunicante y los críticos de la Cahiers (Truffaut, Godard, Rohmer, Chabrol) entregaron primero la teoría y luego la obra que establecería el vínculo. Entregaron la teoría en su revista y la obra en el Festival de Cannes.

Cannes no era ninguna novedad (se fundó en 1939), pero comenzó a transformarse y a transformar la lógica de los festivales, que por entonces eran muy pocos, a partir de ese momento. Ya había un espacio formal donde entronar artistas y admirar sus obras. En el cine, los festivales son equivalentes a las galerías y museos de arte contemporáneo. Y después de la aparición de los blockbusters, a finales de los 70 principios de los 80, cuando el cine de autor comenzó a escasear en las salas comerciales comenzaron a cimentarse como eje nodal de un circuito comercial especializado.

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Charles Chaplin, Luces de la ciudad (1931)

En las primeras entregas de esta columna utilicé una paradoja constituyente del cine, fraseada por Alain Badiou como arte de masas, para él el oxímoron que une una categoría aristocrática (arte) con una democrática (masas). La paradoja es válida en toda su complejidad para el cine anterior a la legitimación del autor: Chaplin, Hitchcock, El Indio Fernández, Fellini, y muchos otros, impactaron en todo tipo de audiencias. En nuestros días apunta a tres vías: 1) el cine únicamente popular (Avengers, etc.), 2) el cine únicamente ilustrado (Reygadas, etc.), y 3) un camino intermedio (Iñárritu, Tarantino, etc.). Todos tienen públicos amplios y mundializados, o casi, pero sus tamaños no son comparables: entre más exigentes (y solemnes) sean las obras más pequeñas serán sus audiencias y más constreñidas estarán al circuito de festivales, cinetecas y cineclubes.

Una de las grandes utopías de la Ilustración fue la universalidad de su proyecto. Contradictoriamente, siempre fue para la clase dominante, y sólo ha sido de interés parcial para el pueblo llano. Su acervo de autores, complejidad y tradición tiene pequeños nichos, especializados, muchas veces transidos de esnobismo y banalidad por su propia naturaleza y necesidad de distinción aristocrática. La mayor parte de los cineastas de México han elegido este camino, el más angosto, y está muy bien.
Lo malo es que algunos creadores y críticos quieren conseguir lo que da el camino más ancho. Hace años, al final de una proyección de Luz silenciosa (2007) en la Cineteca, le escuché a Carlos Reygadas mencionar que a él no le interesaban la películas “comerciales”, pero que si veía una la disfrutaba y que estaba consciente de que sus intereses eran compartidos por pocos. Basado en su declaración, me parece que Reygadas se hace responsable de los resultados de su elección estética, por eso no menosprecia otras vías y ha optado tan conscientemente por el circuito donde su obra es relevante. La pregunta es qué pasa ahí. Empecemos por los festivales, en la próxima entrega.

 

Abel Muñoz Hénonin es comunicólogo. Fue editor de Icónica y es editor de la Gaceta Luna Córnea. Colabora en La Tempestad. Coordinó junto a Claudia Curiel los libros Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental(2014). Es profesor de Investigación Cinematográfica en la Universidad Iberoamericana. Japón es la columna mensual del autor en Código con reflexiones en torno al cine mexicano.

 

 

 

Abel Muñoz Hénonin

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