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El supuesto dilema de ser o no ser juez y parte en el arte contemporáneo

Opinión 12.05.2016

¿Cuándo entenderemos que el discurso crítico no es un atentado personal? Víctor Palacios reflexiona sobre los papeles que ocupamos en el arte.

¡Silencio, silencio, silencio! El juez exclama una y otra vez mientras hace golpear su elegante mallete de teca certificada. Pero el exhorto es en vano. Con una voz aún más solemne y autoritaria pronuncia: ¡Orden, orden, orden! Al parecer el estruendo del mazo orgánico sobre un trozo de madera ordinaria y la tesitura de su ámbito vocal se han sincronizado de tal manera que a la audiencia le resulta imposible descifrar lo que el magistrado desea comunicar. Entre esto y el barullo colectivo, la distorsión en la corte es tal que unos y otros comienzan a escuchar y a corear: ¡Oploteca, oploteca, oploteca! El descontrol es absoluto. Nadie puede hacer la distinción entre las partes, las artes, los mártires, los peristas y los activistas. El juez, confundido y agotado, lanza el martillo por los aires para unirse, de la ensangrentada mano de Temis al jocoso aquelarre.

En el medio del arte contemporáneo el dilema ético que supone ser juez y parte continúa jugando un papel fundamental. Si bien desde hace algún tiempo es permisible y, hasta cierto grado, benéfico el contagio de roles entre artistas, curadores, galeristas, funcionarios, patrocinadores, coleccionistas, críticos, mediadores, deidades y plebeyos, aquello que sobresale es una resistencia y un temor a caer en el pecado mortal de ser juez y parte de manera explícita y pública. En otras palabras, es aceptado mutar de sector: hoy ser parte de alguna manera, mañana de otra y después de otra hasta mezclar todas a la vez, siempre y cuando mantengas la «humildad» de renunciar a convertirte en juez participativo que disturbe la fiesta, sólo por un breve lapso de cinco minutos. De cualquier forma, la pachanga entre las partes metamórficas está garantizada. ¡Únete! ¡Relájate! ¡Entrégate! Eso no quiere decir que nadie imparta justicia, sino que se administra y aplica según el ritmo al que toque la banda. ¿Quién o quiénes la dirigen?

Así, el problema de ser juez y/o parte es desentonar con los designios de la infalible y secreta SCPJA —Suprema Corte de Partes de la Justicia del Arte. El dilema radica en las formas, en salirse del huacal, en desobedecer o ignorar las estructuras jerárquicas y, sin ficha de espera en mano, emitir un argumento en la esfera pública. En particular, una opinión crítica que, al publicarse o ser escuchada por la audiencia, abandona la zona de confort del chisme o del comentario en corto y accede a la escabrosa dimensión de la opinión pública. Ahí está el dilema, en los códigos de conducta, en el escamoteo de la candorosa imparcialidad humana, en el mercado negro de juicios objetivos desligados de cualquier tipo de interés, en el tráfico «invisible» de influencias y en la gestión del ágora. O mejor dicho, de la nueva Plaza Comercial. ¿Cuánto cuesta el taco de sedición? ¿Cuántos trae la orden, joven?

No se trata de encarnar el papel heroico de Dux bellorum o del ácrata rabioso, sino de cuestionar si el hecho de ser juez y parte de manera abierta y pública supone un problema de honestidad, de conflicto de intereses y, por lo tanto, de ética profesional. ¿No será acaso lo contrario?, ¿o todo depende del posicionamiento específico desde el que se ejerce el papel de juez apócrifo? Si pudiéramos proponer una iniciativa ciudadana semejante a la valiosa Ley3de3 anticorrupción que actualmente se discute el Senado, ¿cuál sería la tercia de obligaciones que los actores del ámbito del arte deberíamos manifestar públicamente? ¡La pregunta está fuera de lugar y eso es falta! ¡Concupiscencia pura!

¿No será tiempo de acabar con los prejuicios que limitan la conformación de una opinión pública crítica por temor a ofender al colega, a la autoridad certificada o a los próceres institucionales? ¿Cuándo alcanzaremos la madurez para entender que el discurso crítico no es un atentado de carácter personal, sino un elemento fundamental para cualquier desarrollo social? Actualmente, ser juez y parte es ineludible. Seámoslo entonces a puertas abiertas, de manera propositiva, polémica e incisiva. Es momento de golpear con el mazo, aunque el acto desgaste y la cacofonía de la corte distorsione algunas palabras. Alguien entenderá algo. Todo sistema, teoría u organismo autocomplaciente y acrítico termina por corromperse y corromper al incauto vecino. ¡Cierra la boca, píntate la cara, cubre mis espaldas!

Siempre es conveniente mencionar un ejemplo concreto: el Pabellón de México en la prestigiosa Bienal de Venecia. ¿Alguien sabe quiénes conformaron el jurado para elegir a los representantes de la próxima edición a inaugurarse el 13 de mayo de 2017? ¿Qué proyecto ha sido seleccionado y bajo qué criterios? ¿Se ha comenzado con las labores de planeación y producción como es el caso de muchos otros países? Evidentemente, como cada dos años, no se ha hecho nada y todo indica que el proceso a seguir será el mismo chiquero apresurado y costoso de costumbre que, a pesar de las serias dificultades, logrará representar con dignidad al arte contemporáneo, al nuevo y pintoresco arte nacionalista mexicano. No pasa nada. Los jueces y las partes aceptamos las condiciones y participamos —con ciertos berrinches terapéuticos, eso sí— del digno proceso institucional. Así las cosas. El meollo de este asunto no está en el hecho de ser juez y parte, sino en el acto de ser cómplice de un escenario regido por la hipocresía y la corrupción a nivel fáctico e ideológico. ¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio en la corte!, que nadie deja escuchar el fino escándalo, el ritmo escandaloso de la banda escandalosa y así es imposible deliberar… ¿O será el escenario ideal para todos los involucrados?


Víctor Palacios es curador e historiador del arte por la Universidad Iberoamericana. Ha sido curador del Museo de Arte Carrillo Gil y el Museo de Arte Moderno. Ha colaborado para publicaciones como Caín, La Tempestad y Art Nexus. Es Jefe de Artes Visuales de la Casa del Lago Juan José Arreola.

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